Cuando Jesús ordenó a sus seguidores que sanaran a los enfermos, no limitó la curación a ciertas clases de enfermedades. Por su ejemplo, probó que la ley de Dios opera eficazmente para responder a todas las necesidades.
Ya fuera un lisiado, inválido por treinta y ocho años, o una mujer encorvada por más de dieciocho años, esa persona recibía la curación sin que Jesús preguntara el nombre de la enfermedad o su historia clínica. Con discernimiento el Maestro aplicaba la ley de Dios, la cual sanaba el caso. Tales curaciones ocurrieron tan prontamente como cuando sanó la lepra, la ceguera o el pecado. Hasta llegó a efectuar la curación quirúrgica para él mismo durante sus tres días en el sepulcro.
La naturalidad del bien — la perfección espiritual de la creación de Dios — era tan claramente percibida por Cristo Jesús que ello le confirió consciente autoridad espiritual sobre las falsedades acerca del hombre. Cuando el centurión le pidió que ayudara a su criado que estaba paralítico, Jesús respondió espontáneamente: “Yo iré y le sanaré”. Mateo 8:7; No tuvo la menor duda. Y naturalmente el criado sanó. Jesús estaba tan seguro de que el poder sanador pertenecía a Dios que muchos que vieron sus curaciones también lo comprendieron, y glorificaron “a Dios, que había dado tal potestad a los hombres”. 9:8;
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