Cuando el temor o una sensación abrumadora de responsabilidad me hace dudar de mi habilidad, encuentro que las verdades de la Ciencia CristianaChristian Science (crischan sáiens) acerca del hombre verdadero y de su relación con Dios son aptas para disipar tal depresión “por medio de la renovación de [mi] entendimiento” (Romanos 12:2).
Para mí la maravilla de tal renovación radica en el significado revelado en las siguientes palabras de un himno por Mary Baker Eddy (Himnario de la Ciencia Cristiana, No. 207): “Amor, refugio nuestro, no he de creer el lazo que nos pueda hacer caer”. La realidad de que este refugio está prontamente disponible — mostrándonos la irrealidad del mal y la totalidad del bien — lo pude comprobar cuando apenas sabía de qué se trataba la Ciencia Cristiana.
En la época del incidente que relataré yo era “por partida doble” el más inexperto de los novicios. Era inexperto como ingeniero de vuelo y radiotelegrafista de un avión de un solo motor y también como metafísico. Los vuelos a que me habían asignado salían cada dos semanas y había un lapso de aproximadamente cinco días entre partida y regreso, de modo que restaban nueve días para el mantenimiento del avión en el aeropuerto de San Pablo, nuestra base principal. Aunque el avión y el motor eran de la mejor construcción y habían pasado las pruebas más severas, todo se controlaba periódicamente — desde la hélice al timón de dirección y de ala a ala.
El plan de vuelo para el primer día comprendía un tramo de 1000 kilómetros y cinco escalas. El avión estaba completo (cinco pasajeros); el piloto tenía experiencia; sólo el ingeniero de vuelo no estaba muy convencido de sus aptitudes. Me sentía muy familiarizado con el material de vuelo pero no con el vuelo mismo. Después de haber estado volando como por una hora, repentinamente se produjeron severas vibraciones que comenzaron a afectar todo el avión. Continuar el vuelo bajo tales condiciones era inconcebible.
Un pronto cambio en las revoluciones por minuto acabó con las peligrosas vibraciones, pero no podíamos continuar el vuelo con total seguridad hasta que la causa de las vibraciones — que podrían reaparecer en cualquier momento — no se hubiese corregido.
Después de un exitoso aterrizaje en una pista de emergencia y de haberse enviado un cable solicitando un avión auxiliar, me quedé parado frente al avión pensando qué debería hacer. Estaba solo. El piloto y los pasajeros se habían dirigido a la ciudad vecina, así que yo disponía de tiempo y tranquilidad para resolver el problema. Fui hacia mi asiento en la cabina del piloto y por primera vez confié en que Dios me ayudaría. Pero al mismo tiempo me sentía muy escéptico porque no veía cómo mi oración podría contribuir a que un avión defectuoso quedara apto para volar nuevamente. Mi única arma fue “la declaración científica del ser” (Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras por la Sra. Eddy, pág. 468): “No hay vida, verdad, inteligencia ni sustancia en la materia. Todo es la Mente infinita y su manifestación infinita, porque Dios es Todo-en-todo. El Espíritu es la Verdad inmortal; la materia es el error mortal. El Espíritu es lo real y eterno; la materia es lo irreal y temporal. El Espíritu es Dios, y el hombre es Su imagen y semejanza. Por lo tanto el hombre no es material; él es espiritual”. Siete líneas que — y éste fue mi concepto de cómo habría de efectuarse la curación necesaria — deberían haber sido suficientes para solucionar mi problema tan pronto como acudieron a mi mente.
Tres preguntas vinieron inmediatamente a mi pensamiento. Primero: ¿se había producido algún cambio como resultado de la oración? Segundo: ¿sabes dónde está el defecto? Tercero: ¿sabes lo que debes hacer? Al llegar a este punto, sentí que mi oración había fallado, como lo había temido desde el comienzo. Me contesté las tres preguntas firmemente en negativo. Me sumergí en un profundo sentido de incompetencia profesional y religiosa, encontrando que se confirmaban las palabras expresadas en Gálatas (6:3): “El que se cree ser algo, no siendo nada, a sí mismo se engaña”.
Aun sin que me fuera posible hacer la más mínima contribución para solucionar el problema, la luz de la percepción espiritual comenzó a brillar.
Al cabo de pocos minutos me incorporé, me senté en el asiento del piloto, me incliné hacia el parabrisas y abrí una mirilla situada justo al frente del parabrisas. Mientra hacía todo esto me observaba a mí mismo desde el punto de vista de una tercera persona, expresando censura profesional ante mi actitud de buscar el defecto en un lugar tan aparte de cualquier elemento vinculado con el sistema de rotación. Pero la Mente omnisapiente sabía mejor, y se hizo cargo de la situación una vez que mi falso sentido de iniciativa fracasó.
Me llevó tan sólo un momento abrir la mirilla, ver el defecto, y saber cómo corregirlo. Justo debajo de la mirilla, uno de los flejes de acero que sostenían el tanque de aceite se había roto, ocasionando con ello que el pesado tanque comenzara a vibrar, afectando finalmente todo el avión. Era un lugar poco común para buscar el defecto. La operación entera no tomó más de dos minutos.
Las tres preguntas que me había formulado anteriormente fueron contestadas afirmativamente. La presencia benéfica de la Mente omnisapiente y todo poderosa se me había revelado mediante la Ciencia Cristiana, a pesar de todo mi escepticismo, y aún ahora continúo obteniendo gran provecho de esta experiencia. Con una sensación indescriptible de rehabilitación profesional y resurrección religiosa, corrí hacia el transmisor, cancelé el mensaje solicitando avión auxiliar, corregí el defecto y estuve listo para continuar el vuelo cuando el piloto y los pasajeros regresaron de la ciudad.
“Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones” (Salmo 46: 1). Con esta prueba a mi haber, y con una fe más firme, aun cuando no había yo todavía logrado comprender, completamos el programa de vuelo fijado para el día.
Rio de Janeiro, Brasil
