Hace unos cuantos años, a mi regreso de un largo viaje alrededor del mundo, fue evidente que me hallaba muy enferma y que necesitaba de atención especial. Me llevaron a una casa de reposo para Científicos Cristianos, cerca de la ciudad de Nueva York. Aun cuando estaba recibiendo ayuda de una practicista de la Ciencia Cristiana, no deseaba continuar viviendo. Trastornos internos me producían constantes náuseas, fiebre, dolor y pesadillas. Además, el futuro acusaba problemas que temía afrontar.
A la mañana siguiente de mi llegada a la casa de reposo una enfermera vino a atenderme. Me miró con gran amor y me dijo: “Querida mía, ¡viva, viva!” Me conmovió que una persona totalmente ajena a mí deseara tan sinceramente que yo viviera, pero me sentía muy fatigada para seguir adelante.
Una noche, varias semanas más tarde, sentí un poderoso deseo de entregarme a la muerte. Mientras me debatía entre aceptar o no esta sugestión, una enfermera, que estaba sentada al lado de mi cama, captó esta tentación y me instó a no aceptarla. Recordé entonces el amoroso cuidado que me prodigaban las enfermeras, la devoción de mi hija y de la practicista, y comprendí que no podía dejarme vencer.
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