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Cómo conocí la Ciencia Cristiana

Del número de mayo de 1981 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


De niño, asistí a la Escuela Dominical de una iglesia cristiana y escuchaba ávidamente las historias de la Biblia tan llenas de esperanza, inspiración y de la consoladora seguridad de nuestra salvación que nos da Dios por medio de Su Hijo. Esta percepción de la ayuda divina en los asuntos humanos se desvaneció cuando a los once años empecé a asistir a los cultos religiosos de los adultos. Sermones que contenían opiniones personales acerca de Dios parecían tomar el lugar de las verdades bíblicas. Empecé a preguntarme si Dios era un concepto inventado por un grupo pequeño de hombres para fomentar sus propios fines.

Un año más tarde empecé a asistir a una escuela secundaria de renombre. Se me inculcó un modo de pensar “científico”, analítico, lógico, que se abre camino implacablemente por entre la opinión y el dogma para llegar a pruebas concluyentes y concretas. En mi segundo año era un estudiante con honores, y un ateo.

A los catorce años, para no ir a la capilla, que era obligatorio, hasta empecé a esconderme en los bosques. A veces parecía ridículo, además de ímprobo, permanecer al aire libre con temperaturas bajo cero, pero me decía a mí mismo que me hubiera sentido aún más ridículo e ímprobo arrodillándome y orando a algo que no creía que existía.

Al principio de mi segundo año en la universidad, se efectuó el primer sorteo para determinar quiénes serían reclutados para ir a Vietnam. Me tocó el número seis. Esto afectó mi vida de dos maneras. Primero, me comprometí a mí mismo a comprender quién era yo y cuáles eran mis valores, y a encontrar una manera de pensar que pudiera liberar al mundo de barbaries tales como la guerra. Segundo, mi manera de vivir se hizo más desenfrenada y buscaba el placer, pues sentí, sin duda como muchos otros jóvenes, que quizás no viviría para disfrutar de la vida de adulto. Al cabo de dos años y medio todavía no estaba seguro en cuanto a mis valores, pues había rechazado todo “ismo” u “ología” que había estudiado en cuanto percibía en él alguna inconsistencia, falta de compleción o imperfección. Es posible que en las escuelas se me hubiera enseñado que Dios era un concepto ilógico, pero tampoco me ofrecieron ninguna panacea. Entonces, gracias a un cambio temporal en el procedimiento de la conscripción, vi que se me había puesto más abajo en la lista de personas elegibles y supe que no sería reclutado. No obstante, me sentía desesperado por lo que era mi vida personal. Debido a mi desenfrenada manera de vivir me había rodeado de todo lo que deseaba, pero eso no podía satisfacer mis anhelos. Como el Predicador en el libro del Eclesiastés sentía que “todo ello es vanidad y aflicción de espíritu”. Ecl. 1:14.

Al llegar a ese estado oré: “Dios, no sé si Tú estás allí o no, pero si estás, por favor muéstramelo, porque Te necesito”. Ahora comprendo que ésta era la dirección en que mi búsqueda intelectual de la Verdad me había estado guiando durante varios años. Por fin, después que tantas falsificaciones terrenales de la Verdad se habían desmoronado al examinarlas minuciosamente, estaba preparado para aceptar el hecho de que la Verdad es divina. Empecé a percibir que por cierto hay un Ser divino muy cercano, esperando ser comprendido.

Al mes siguiente me mudé a otra ciudad, me inscribí en la facultad de derecho, y comencé a investigar diferentes iglesias. En primer lugar fui a una Iglesia de Cristo, Científico. En una época pensaba que los Científicos Cristianos eran fanáticos, pero cuando conocí a uno cambié de opinión. Un amigo de la escuela secundaria había adoptado las enseñanzas de la Ciencia Cristiana y había empezado a compartirlas conmigo cuando nos veíamos, aunque ahora no era muy frecuente. El verano anterior a mi decisión de acercarme a Dios, este amigo me llevó a una fiesta a la que asistieron algunos de sus amigos que también eran Científicos Cristianos. Estas personas eran tranquilas y felices, y me trataron con amabilidad; eran así sin tener que recurrir a bebidas alcohólicas ni a cigarrillos. No había nada de farsante acerca de ese grupo. Me prometí que algún día sería como ellos (porque en esa época pensaba que necesitaba tomar alcohol para vencer la timidez).

Digo esto porque, en cualquier momento, en la circunstancia más trivial, podemos dar una impresión más significativa de lo que pensamos. Este único acontecimiento, combinado con una amistad distante, me impulsó a asistir a los cultos religiosos de la Ciencia Cristiana. Después, la lógica del libro de texto, Ciencia y Salud por la Sra. Eddy, me acercó más, y en un mes sané de una enfermedad que había sido mi némesis por años.

Fiel a la manera intelectual de proceder que se me había enseñado, seguí investigando otras iglesias cristianas y otras interpretaciones de las Escrituras, pero sólo la Ciencia Cristiana tenía una base lógica y hacía sentido, lo cual la hacía salir triunfante ante un minucioso examen.

“La razón es la facultad humana más activa”,Ciencia y Salud, pág. 327. escribe la Sra. Eddy en Ciencia y Salud, y el mismo razonamiento que me había alejado de un sentido imperfecto acerca de Dios me llevó a la conclusión de que Dios debía ser Espíritu infinito, Amor perfecto, Mente omnipotente.

En ocasiones volvía a mis viejos hábitos, pero esto fue disminuyendo a medida que iba entendiendo la diferencia entre los placeres humanos y la satisfacción divina, los estímulos materialistas y la inspiración pura. Tales placeres y estímulos son efímeros y momentáneos. La satisfacción y la inspiración, por el contrario, son perdurables. Fortalecen en una persona el aprecio por sí misma y su independencia de factores externos. La verdadera satisfacción proviene de una fuente interior inagotable, una fuente de la que podemos beber gratuitamente en todo momento. Uno de los actos que más satisfacen es negar un placer sensual momentáneo, y el gozo sereno que resulta de obrar bien perdura muchísimo más que cualquier placer material.

Un obstáculo que tuve que vencer al afirmar mi compromiso con la Ciencia Cristiana fue la sugerencia de que la Ciencia es una religión de personas mayores, que es muy difícil ser joven y vivir como un Científico Cristiano. “La Ciencia trae salvación de la carne, pero ¿quién quiere ser salvado de la carne en una etapa en que la carne promete tanto?” Este argumento es el yo mortal clamando por indulgencia en su pretensión de vida e inteligencia.

Al ser honesto conmigo mismo, me di cuenta de que si admitía que las pretensiones de pecado (placer en el concepto material de la vida) eran demasiado difíciles de dominar en mi juventud, la mente mortal bien podría encontrar una forma de hacerme creer dentro de cuarenta años que las pretensiones del envejecimiento también serían demasiado difíciles para yo poder vencerlas. Decidí que no tenía por qué esperar para contender con la creencia de vida en la materia hasta que esa creencia me atacara por medio de la enfermedad o la decrepitud. Engañarse creyendo que la vida en la materia puede ser de beneficio para nosotros en cualquier momento es, en un sentido intelectual, sofistería peligrosa, y en un sentido moral, desobediencia directa al mandamiento de Cristo Jesús: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente”. Mateo 22:37; cf. Deut. 6:5.

Ninguna racionalización humana puede torcer la voluntad de Dios para conformarla con los deseos de la mente mortal, y por eso el pensador debe continuar esforzándose por obedecer las leyes divinas del Principio, el bien siempre activo. En mi caso, esto incluyó obtener una comprensión más clara de lo que es la curación. Muchas veces le pedí a Dios que cambiara cierta condición material, y, no obstante, no ocurrió ningún cambio. Esto sucedió porque básicamente estaba buscando “los panes y los peces”, no las ideas divinas en las que se apoya el deseo humano de estar sano. Estaba muy dispuesto a que se quitara de mi consciencia una condición detestable, pero aprendí que no se puede simplemente quitar algo de la consciencia y dejar un vacío en su lugar. Es necesario desalojar firmemente un concepto falso para dar entrada a un concepto verdadero — algo de verdadera sustancia — para reemplazarlo. Entonces se produce la curación. Para mí, la discordancia es tan sólo el intento de la mente mortal de oscurecer un nuevo desarrollo de la Verdad en nuestra vida. Tan pronto como se entiende ese aspecto de la Verdad, uno se siente no sólo bien humanamente, sino más cerca de una plena comprensión del Espíritu.

El orgullo humano fue otro gran obstáculo que tuve que eliminar antes de sentirme preparado para afiliarme a la iglesia. Como fui educado a bastarme a mí mismo, me fue difícil pedir ayuda a practicistas o aun a Dios Mismo. La creencia de que era muy macho y que tenía que hacer todo por mí mismo no concordaba con la humilde negación de poder personal que hizo Jesús: “No puedo yo hacer nada por mí mismo”. Juan 5:30. Sin embargo, el Amor divino gradualmente disipó esa resistencia, y ahora me siento un hombre liberado, libre para admitir que el bien únicamente proviene de Dios.

A los tres años de haber comenzado el estudio de Ciencia y después de haber luchado mucho con los problemas ya descritos, me afilié a La Iglesia Madre. Lo hice por gratitud a Dios, quien redimió mi vida mediante Cristo y le reveló la Ciencia Cristiana a la Sra. Eddy, dándonos así la lente por la que yo — y todos — podemos empezar a entender que Dios es Todo-en-todo.


Oye, hijo mío, y recibe mis razones,
y se te multiplicarán años de vida.
Por el camino de la sabiduría te he encaminado,
y por veredas derechas te he hecho andar.
Cuando anduvieres,
no se estrecharán tus pasos,
y si corrieres,
no tropezarás.

Proverbios 4:10–12

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