De niño, asistí a la Escuela Dominical de una iglesia cristiana y escuchaba ávidamente las historias de la Biblia tan llenas de esperanza, inspiración y de la consoladora seguridad de nuestra salvación que nos da Dios por medio de Su Hijo. Esta percepción de la ayuda divina en los asuntos humanos se desvaneció cuando a los once años empecé a asistir a los cultos religiosos de los adultos. Sermones que contenían opiniones personales acerca de Dios parecían tomar el lugar de las verdades bíblicas. Empecé a preguntarme si Dios era un concepto inventado por un grupo pequeño de hombres para fomentar sus propios fines.
Un año más tarde empecé a asistir a una escuela secundaria de renombre. Se me inculcó un modo de pensar “científico”, analítico, lógico, que se abre camino implacablemente por entre la opinión y el dogma para llegar a pruebas concluyentes y concretas. En mi segundo año era un estudiante con honores, y un ateo.
A los catorce años, para no ir a la capilla, que era obligatorio, hasta empecé a esconderme en los bosques. A veces parecía ridículo, además de ímprobo, permanecer al aire libre con temperaturas bajo cero, pero me decía a mí mismo que me hubiera sentido aún más ridículo e ímprobo arrodillándome y orando a algo que no creía que existía.
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