Por lo general pensamos que la comunicación en la familia es el intercambio verbal entre los miembros de una familia. Pero existen otros modos de comunicación además de la expresión verbal. Algunas veces el no decir nada dice mucho. El silencio puede expresar reserva sabia y afectuosa, ira frustrada, o casi cualquier emoción humana. Es triste decirlo, pero hay familias que muy a menudo se “comunican” con pistolas, cuchillos, o con los puños. Las estadísticas criminales nos informan que la familia es una de las instituciones más violentas de la tierra, cuando debiera ser un refugio de amor, apoyo y afecto mutuos. ¿Qué se puede hacer para que la comunicación entre familiares sea más sabia y afectuosa y haya menos frustración e ira? Se puede hacer muchísimo.
La mayoría de los problemas de comunicación se deben a que no tenemos el suficiente conocimiento de nuestra identidad espiritual. En lo más profundo de nuestro ser, a algunos de nosotros ni siquiera nos agrada nuestra propia persona. Lo que necesitamos es lo que una de mis amistades llama “sentirnos bien con Dios”. Cuando nos sentimos bien con Dios, lo que otros miembros de la familia dicen o insinúan no tiene ni siquiera aproximadamente el efecto que de otro modo tendría. Pero si nos sentimos separados de Dios, casi todo lo que otros digan o hagan puede ofendernos, a pesar de la intención que hayan tenido, y la familia entera puede sufrir las consecuencias.
Sentirnos en paz con Dios sencillamente significa aceptar y comprender lo que Dios siempre nos está comunicando: que el hombre es el hijo de Dios. A menudo esto nos parece un gran desafío, pero la espiritualidad del hombre es un hecho. Los cinco sentidos materiales no pueden comprenderlo. Mas todo ser humano tiene alma, o sentido espiritual, que es tanto parte de él o de ella como la fragancia es parte de una rosa. El sentido espiritual es la capacidad para oír a los ángeles, o las ideas de Dios. Estas ideas están continuamente fluyendo en la consciencia. Nos aseguran, en palabras que podamos comprender ahora, que somos, en verdad, el reflejo precioso de Dios, o sea el hombre.
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