Es posible que alguna vez, observando a alguien a quien admiramos, nos hayamos dicho: “¡Cómo me gustaría tener su fe!” O quizás haya sido su valor lo que deseábamos tener. Pensamientos de esta naturaleza son, en realidad, una forma de codicia, aunque parezcan ser valiosas aspiraciones.
Sin un deseo de expresar el bien y sin un genuino esfuerzo por vivir de acuerdo con este deseo, nadie puede realmente progresar. La Sra. Eddy escribe en el libro de texto de la Ciencia Cristiana: “Cada paso hacia la bondad significa un alejamiento de la materialidad, y es una tendencia hacia Dios, el Espíritu”.Ciencia y Salud, pág. 213. El error consiste en considerar la expresión individual del bien como una virtud personal y no percibirla como una expresión del bien que es Dios. El pensar en términos de la bondad o dulzura que un amigo o una amiga expresa, es dirigir nuestra atención hacia las personas y no necesariamente hacia Dios, la fuente de todo bien.
Cristo Jesús fue categórico sobre este punto. Cuando alguien se dirigió a él como “Maestro bueno”, Jesús respondió claramente: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios”. Marcos 10:17, 18. Jesús no negó el bien que manifestaba, o sea, su manera única de expresar a Dios. Lo que hizo fue rehusar ver el bien como un atributo propio, como algo personal. Indicó que la gente debe mirar más allá de la manifestación humana del bien, hacia Dios, el origen de todo lo bueno.
El décimo mandamiento nos ordena: “No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo”. Éx. 20:17. ¡“Ni cosa alguna”!: ni siquiera sus buenas cualidades.
Durante algún tiempo, este mandamiento me molestaba. Era demasiado fácil para mí aceptar la primera parte. Pero la frase “ni cosa alguna” me acosaba.
En ese entonces aún me hallaba luchando contra la timidez; era demasiado retraída. Tenía una amiga que expresaba toda la espontaneidad y amor que yo anhelaba expresar. Me parecía imposible no anhelarlo. Estaba profundamente convencida de que ni la Biblia ni Ciencia y Salud nos piden algo imposible de realizar. Dejé, por lo tanto, que el mandamiento continuara acosándome, hasta que un día percibí cómo me era posible obedecerlo: aun en mi problema de timidez.
Me di cuenta de que podía apreciar el carácter generoso de mi amiga y que, en lugar de sentirme incapaz por no ser como ella, podía agradecer a Dios de que su naturaleza me estaba mostrando un poquito de lo que realmente era yo. En lugar de ambicionar las cualidades que veía en otras personas y de sentirme como careciendo de algo, podía ver que el bien que expresaban otros también era mío, que yo también manifestaba el bien de Dios de acuerdo con mi propia individualidad. Ese bien y yo procedíamos de la misma fuente ilimitada. Para mí esto representó el camino de liberación de la timidez hacia una actitud más generosa en las relaciones humanas.
No debiéramos ser presumidos al reconocer lo bueno de nuestra identidad otorgada por Dios. Lo bueno es nuestro, no en razón de alguna virtud personal, sino porque Dios se expresa en todas partes, aun donde el sentido humano parezca estar haciendo gala de nuestras flaquezas. Expresar el bien verdadero no consiste en ser buenos como seres humanos, sino en abandonar el sentido humano que abrigamos acerca de nosotros mismos lo suficiente como para ver lo que Dios está expresando en nosotros. Esto requiere humildad.
Cuando Felipe le dijo a Jesús: “Señor, muéstranos el Padre”, Jesús respondió: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. Juan 14:8, 9. La humildad de Jesús fue tan genuina que excluyó todo sentido de existencia aparte de Dios. Estuvo consciente de que todo pensamiento suyo, toda acción suya, procedían directamente de Dios.
La mayoría de nosotros evitaríamos, y en cierto modo con razón, el formular una declaración similar, aun para nosotros mismos. En vez, expresaríamos clichés tales como: “Naturalmente mi verdadera identidad es la imagen de Dios, pero aún no lo he demostrado; sería arrogante pensar de esa manera; estoy lejos de ser lo suficientemente bueno”. Y así por el estilo. Para el sentido humano, estos clichés parecen ser verdaderos. Pero la arrogancia radica en aceptar el sentido humano de nosotros mismos, en creer en un “yo” separado de Dios, un “yo” digno o indigno. Es sólo renunciando humildemente a este sentido personal del “yo” que podemos comenzar a aceptar nuestra identidad espiritual como hijos de Dios.
Domingo tras domingo, los Científicos Cristianos oyen en su iglesia estas palabras al final del culto: “Amados, ahora somos hijos de Dios”. ¿Tenemos la humildad de aceptar esta relación de hijos de Dios? ¿De aceptarla profundamente, no a la ligera? La Biblia continúa diciendo: “Y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”. 1 Juan 3:2. Ciertamente el cumplimiento de la segunda parte depende de la aceptación de la primera.
La Sra. Eddy nos dice: “Todo ser verdadero representa a Dios y está en Él. En esta Ciencia del ser, es tan imposible que el hombre retroceda de la perfección o que se desprenda de ella, como que su Principio divino o Padre caiga fuera de Sí mismo en algo menos que la infinitud. El verdadero yo del hombre, o sea su individualidad espiritual, es bondad”.No y Sí, pág. 26.
¿Por qué, entonces, codiciar lo que ya tenemos para aceptar?