El hombre y el universo son espirituales, no materiales. Dios, el Principio divino, gobierna el universo con precisión y amor. El hombre refleja del Principio perfecto la cualidad de dominio, y nosotros ejercemos dominio cuando cedemos a la autoridad absoluta del Principio.
Puede parecer paradójico decir que ejercemos dominio al ceder; sin embargo, esto es lo que demostró el cristiano por excelencia. Dijo Jesús: “No puedo yo hacer nada por mí mismo; según oigo, así juzgo; y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió, la del Padre”. Juan 5:30. Ceder, por lo tanto, significa deponer la voluntad humana ante la de Dios y renunciar al egotismo humano en aras del ser espiritual, la expresión divina, nuestro verdadero ser. Esta renuncia altera nuestra perspectiva y nos muestra cómo hacer frente a la ansiedad que suele sentirse con toda clase de cambio.
Al romper una relación, comenzar un nuevo trabajo o terminar los estudios, el futuro puede parecernos bastante indefinido y nada prometedor. A menudo es difícil abandonar un plan muy querido, o refrenar la desesperación si nuestros proyectos se ven frustrados por alguna circunstancia que parece estar más allá de nuestro control. En la obra Julio César, de Shakespeare, Casio cuestiona la tendencia humana a culpar fuerzas externas por nuestras frustraciones y fracasos: “La falla, caro Bruto, de que seamos subalternos, no radica en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos”.
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