“La libertad gloriosa de los hijos de Dios” Rom 8:21. a la cual se refiere el Apóstol Pablo, relaciona específicamente la libertad con la identidad del hombre como hijo de Dios. Y Cristo Jesús, en su ministerio sanador, demostró una y otra vez la libertad que pertenece al hombre como hijo de Dios, libertad no sólo de carencias, sino también de la enfermedad y la muerte.
Debido a que aún parece haber en el mundo tanta tiranía mental y física, la mayoría de nosotros desearía saber más acerca de esta “libertad gloriosa”, y cómo practicarla.
La Sra. Eddy nos asegura: “El admitir a sí mismo que el hombre es la propia semejanza de Dios, deja al hombre libre para abarcar la idea infinita”.Ciencia y Salud, pág. 90. Sin embargo, muy frecuentemente, en vez de identificarnos como la semejanza de Dios y de reconocer nuestra libertad, nos inclinamos a considerarnos mortales terrestres, luchando por ser semejantes a Dios pero aparentemente haciendo poquísimo progreso. Tenemos que ver lo erróneo de esta manera de pensar, la cual parte de una falsa premisa, de la premisa de la mortalidad, de lo finito en vez de lo infinito.
Comenzando con la realidad del ser, con la semejanza del hombre con Dios, percibimos que la responsabilidad de nuestro bienestar pertenece a Dios. Él mantiene a Su creación. El hombre no tiene que hacerlo por Él. Ni tampoco tiene el hombre de Dios que luchar para llegar a ser como Dios ya lo ha hecho. No obstante, esto no significa que, como seres humanos, podemos dejarnos estar y no hacer nada. Tenemos que mantenernos alerta contra el magnetismo animal, contra las sugestiones mentales agresivas que nos privarían de nuestra libertad y dominio. Y debemos protegernos de estas sugestiones con la verdad acerca de nuestra invariable semejanza a Dios, la cual destruye la pretensión de que estas sugestiones puedan ejercer poder.
La verdadera libertad requiere un cambio de pensamiento y un reconocimiento creciente de lo que constituye la identidad espiritual. Este reconocimiento debe ser constante y representar una actitud hacia la vida. No podemos permitirnos el vacilar y pensar acerca de nosotros como mortales en determinado momento y como inmortales en otro. Nuestra identidad espiritual es un hecho, y a cada instante tenemos la oportunidad de admitir este hecho, de aceptarlo como la verdad de nuestro ser, y de refutar toda creencia falsa que sostenga lo contrario.
Con esta admisión, aceptación y refutación, podemos dejar de lado las creencias limitativas que presentan al hombre como mortal. El hombre de la creación de Dios jamás puede perder su espiritualidad. Nunca está separado de Dios jamás puede perder su espiritualidad. Nunca está separado de Dios sino que es uno con Dios ahora mismo. Ésta es la verdad básica que hay que comprender y utilizar mejor.
De continuo podemos ampliar nuestro concepto del hombre y, proporcionalmente, lograr nuestra liberación mediante una percepción más científica de lo que constituye la naturaleza de Dios. Podemos razonar así: Puesto que el hombre refleja todas las cualidades del Espíritu, el hombre es espiritual y perfecto. Puesto que refleja el Amor, es afectuoso y amable. Puesto que refleja la Mente es inteligente y está consciente; por reflejar el Alma, es individual y completo; y por reflejar el Principio, es recto y ordenado. Éstas son algunas de las cualidades que pertenecen al hombre y que constituyen su identidad genuina, o su semejanza con Dios. Muchas otras cualidades pueden salir a luz y utilizarse, porque lo infinito no tiene límites de ninguna clase y está continuamente revelándose.
Cuando me hallaba sirviendo como Primera Lectora de una filial de la Iglesia de Cristo, Científico, aprendí una valiosa lección acerca de la importancia de mantenerse alerta y de identificarse correctamente.
Estábamos en los preparativos para mudarnos a una casa más grande. Había trabajado arduamente limpiando y empacando, y no sólo me sentía como una mortal abrumada, sino que me embargaba una sensación de conmiseración propia y de resentimiento. Una mañana, al sentarme en mi escritorio para preparar las lecturas para el culto de la iglesia, me sentí de pronto tan enferma que ni siquiera podía sostener erguida la cabeza. Traté de elevar mis pensamientos con las verdades espirituales relativas a mi relación con Dios, pero al principio no sentí ninguna mejoría. Entonces me di cuenta de que algunos amigos me habían estado expresando lástima porque sabían lo mucho que estaba yo trabajando para la mudanza. Pero, ¿qué era lo que yo pensaba acerca de mí misma?, eso era lo importante. Lo que otros pensaran de mí, ya fuera por ignorancia o por malicia, no importaba, si yo misma no me “pinchaba” con las púas de esas opiniones por identificarme como una mortal limitada enfrentándose a una situación incierta.
Con este despertar inmediatamente empecé a identificarme como la semejanza de Dios, inmune a la fatiga o a la conmiseración propia y jamás fuera de Su afectuoso cuidado. Supe que, como representante de Dios, sólo podía albergar los pensamientos que Él me impartía. ¿Cómo podía ser engañada por las sugestiones agresivas de algo desemejante a Dios? Y, puesto que Dios es la única causa, esas sugestiones no tenían nada que las respaldara; por lo tanto, podía rehusar aceptarlas. El alivio fue instantáneo y pude continuar con mi trabajo para la iglesia.
La Sra. Eddy señala: “Los efectos del dolor o del placer tienen que provenir de la mente, y como un centinela que abandona su puesto, admitimos la creencia intrusa, olvidando que con la ayuda divina podemos impedirle la entrada”.Ibid., pág. 392–393. Si deseamos experimentar “la libertad gloriosa de los hijos de Dios,” nunca será excesiva la atención que prestemos a la necesidad de vigilar nuestro pensamiento y de rehusar aceptar las creencias mortales intrusas. Identificándonos correctamente, como la semejanza misma de Dios, reconocemos que nada puede oscurecer nuestra identidad real y privarnos de nuestra libertad otorgada por Dios.
    