En la víspera de su crucifixión, Cristo Jesús dijo a sus discípulos: “Yo he vencido al mundo”. Juan 16:33. Y la Sra. Eddy escribe en Ciencia y Salud: “La Ciencia Cristiana revela la necesidad de vencer el mundo, la carne y el mal, destruyendo así todo error”.Ciencia y Salud, pág. 10.
¿Qué es lo que debemos vencer? ¿Es la belleza, la bondad y alegría, el bien que encontramos en nuestro mundo junto con su mal? ¿No es, más bien, todo el concepto de que hay algo aparte de Dios, aparte de la omnipresencia del Amor, de que hay un pensamiento mortal, material que está siempre separado de Él?
La verdad eterna es que siempre vivimos — cada uno de nosotros — en directa unión con Dios. En realidad no vivimos mediante leyes materiales. La Ciencia Cristiana proporciona abundante prueba de que las aparentes leyes materiales se someten a la ley divina, la cual es suprema. Las leyes materiales nos gobiernan únicamente en el grado en que creemos en ellas; se desvanecen a medida que nuestra consciencia se eleva a su nivel natural, reflejando a Dios.
Jesús superó el sueño mortal de leyes falsas y creencias supersticiosas, no simplemente retirándose de la tierra, sino manteniéndose inmune al sueño y su contenido. No luchó inútilmente contra el tiempo, la distancia, la enfermedad, la muerte, la escasez, el pecado, sino que éstos cedían ante la divina omnipresencia que él manifestaba conscientemente.
Superamos la representación mortal del mundo no por medio del escape o el aislamiento, sino viviendo diariamente en comunión con Dios, el bien, y luego reflejando ese bien en nuestros pensamientos, palabras y acciones. En lugar de dejarnos llevar por la marea del pensamiento general del mundo, con sus creencias masivas de contagio e infección, sus caprichos y temores, podemos rechazar todo eso y caminar más suavemente sobre su turbulencia, sin sumergirnos en su confusión e incertidumbre, sin reaccionar a sus fantasías de vida sin Dios. Podemos descubrir la serenidad de nuestro eterno ser con Dios, no definido por dimensiones de la materia, no confinado al breve flujo y reflujo de la vida física.
La creencia común de que el ser no está relacionado con el bien de Dios es lo que aparentemente nos impide ser todo lo bondadosos y mentalmente espirituales que queremos ser, y que en realidad somos. Algunas veces nos olvidamos y nos sumergimos profundamente en ese sentido personal que tenemos acerca de nosotros y de los demás, aunque no debiéramos dejarnos enredar por sus sutiles alabanzas y dañinas calumnias, con sus ruidosos tirones y pequeños empujones hacia el engaño. Entonces nos vemos forzados a realizar valientes esfuerzos por ver a través de esa falsa apariencia de la existencia propia; tomar valientes decisiones para mantenernos alegres y flexibles; elevar valientes oraciones para complacer sólo a Dios. Se requiere una disciplina inflexible de nuestra parte para acallar el clamor incesante de esa mezcla de amor y temor que la mortalidad tiene de sí misma, para que podamos ver, cumplido en nosotros, el perfecto amor de Dios, donde no hay temor. Pero la recompensa es nuestra experiencia actual bendecida y sanada, estando en el mundo pero no siendo de él.
En la medida en que nuestro ritmo de vida se mueva, consciente de la benevolencia omnímoda de Dios, las supuestas barreras del tiempo, la distancia, la mala salud y la muerte, nos afectarán cada vez menos. Los paisajes familiares del otoño, los pájaros, las flores, los amigos, pueden desaparecer de la vista material, pero sólo para ser reemplazados por vistas más elevadas, más verdaderas acerca de lo que creemos haber perdido. La identidad verdadera de todo es espiritual e inmortal, y, por lo tanto, existe eternamente en la belleza, la alegría y el amor, libre de todo cruel comienzo y fin terrenal. Comprenderemos esto a medida que estemos conscientes de nuestra unidad con la única Mente divina e infinitamente buena, que es Dios. La Sra. Eddy escribe: “Todo objeto en el pensamiento material será destruido, pero la idea espiritual, cuya sustancia está en la Mente, es eterna”.Ibid., pág. 267.
A medida que nuestro concepto acerca de nosotros mismos y de nuestro mundo coincide más con la creación espiritual y eterna del Amor infinito, sentimos una nueva armonía y paz maravillosas en nuestra vida diaria. Cuando vivimos como hijos de Dios y no como tontos mortales, nuestros motivos, deseos y acciones encuentran la paz a la manera del Cristo; nuestra conversación bendice porque se mantiene en el cielo. Al dejar que la ley de Dios, del bien infinito, destruya nuestro concepto material acerca de nosotros mismos, perdemos de vista un mundo sin Dios y nos identificamos por siempre con Él, aquí y ahora. Cuando nuestras oraciones están firmes en la ley de Dios y no en el sentido personal, seguimos adelante con armonía y alegría que son las realidades del reino de Dios.
Por tanto, no tenemos por qué creer que el desaliento que el mundo nos arroja sea necesario. Cada uno de nosotros tiene especiales lecciones y deberes que aprender, pero el Amor omnipotente siempre nos ayuda a ver más allá del cuadro de la discordancia. La destrucción, la brutalidad, la inhumanidad, la tragedia en el mundo, parecen muy reales al sentido humano, y es necesario enfrentarlas y superarlas. Sin embargo, al comprender su naturaleza ilusoria, haremos esto mejor y más rápidamente. De hecho, no son sino ilusión, y esta ilusión no tiene poder. La nada es su reino y el olvido su destino. Es en nuestra consciencia que primeramente vemos la irrealidad de este mundo ilusorio y finalmente lo disolvemos mediante nuestra siempre existente capacidad para conocer a Dios y Su creación. Sencillamente no existe ningún poder externo opuesto a nosotros. Y Suyo es el poder que extirpa la decepción que trataría de ahogarnos.
Nuestro amante Padre no pide nada terrible de Sus hijos. Es el falso concepto de nosotros mismos, de que somos mortales y materiales, lo que quisiera hacer que la vida nos parezca sombría y difícil. Suyo es el amor que nos libera de la falta de visión espiritual. Suyo es el amor verdadero que nos trae alegrías más elevadas aun antes que se desvanezcan los pequeños placeres humanos. Suyo es el enorme y permanente amor que finalmente nos eleva hacia Él, y vemos que “los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor...; y él reinará por los siglos de los siglos”. Apoc. 11:15.
