Hace algunos años, mi esposa y yo regresamos a nuestra casa una noche y encontramos que la llave de la puerta de entrada había desaparecido de mi llavero y, por consiguiente, no podíamos entrar en la casa.
Decidí usar una escalera para subir al techo. Una vez allí, encontré que podía remover algunas tejas y así entrar en el ático. Esto hice, y comencé a buscar una puertecilla que había en el piso. La levanté y me preparé para descender hasta al piso siguiente, que quedaba a una distancia bastante grande. Al tratar de descender, repentinamente la puerta se cerró sobre mis dedos y quedé suspendido del techo. No había nada que pudiera hacer para pedir ayuda porque mi esposa estaba todavía fuera de la casa cerrada.
En esa época yo pesaba más o menos noventa kilos, de manera que la tracción sobre las manos era terrible. El dolor era tan agudo que persistentemente tuve que reclamar que la Mente inmortal está siempre consciente y que como el hombre de Dios, yo reflejaba esa Mente. Oré para saber qué debía hacer. Luego esperé y escuché. Vino el pensamiento de moverme hacia los lados, empujar hacia arriba y liberar la mano derecha. Casi exclamé en voz alta: “¡Qué idea más loca! Escasamente soporto el estar aquí colgando de las dos ¿cómo es posible que pueda suspenderme de una sola?” Pero de nuevo me vino el mismo pensamiento — esta vez con más fuerza que antes — de moverme hacia los lados, empujar hacia arriba y liberar la mano derecha. Mi posición no me permitía discutir, de modo que hice exactamente eso. En un instante mi mano derecha quedó libre.
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