Cuando cursaba el penúltimo año de la escuela secundaria, me salió una protuberancia en un pie que me impedía caminar normalmente. Al caminar cojeaba pues sólo usaba los dedos del pie porque no podía apoyarlo completamente. En esa época, mi hermana (con quien vivía) y yo hicimos mucho trabajo de oración en la Ciencia Cristiana, y como resultado pude terminar el año lectivo.
A principios del verano fui a un gran picnic con amigos de mi hermana y de su esposo. Para ese entonces creímos prudente vendar el talón. Mientras estaba sentada mirando nadar a los demás en la pileta, un señor del grupo vino a sentarse a mi lado. Me preguntó por qué no estaba nadando, y le dije que me dolía el talón. Me dijo si podía ver el pie, y se lo permití. (No supe hasta después que era uno de los mejores médicos de la ciudad.) Cuando terminó de examinar el pie, diagnosticó que se trataba de un tumor y dijo que el mal se había extendido a la pierna y posiblemente a todo el cuerpo. Me recomendó que fuera a su consultorio a la mañana siguiente.
En lugar de hacerlo, a la mañana siguiente mi hermana y yo fuimos a la oficina de una practicista de la Ciencia Cristiana, quien accedió a apoyar nuestros esfuerzos por medio de la oración y el estudio.
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