En 1974 yo no sabía nada acerca de la Ciencia Cristiana. Entonces un domingo acerté a sintonizar en una estación de radio en Joinvile el programa de la Ciencia Cristiana: “La Verdad que sana”. Ese mismo domingo, acompañado de mi hijo Marcio, asistí a un culto en la filial local de la Iglesia de Cristo, Científico.
Para esa fecha había yo tomado toda clase de medicinas, pero ninguna me había sanado. Sufría de problemas del estómago y del hígado, que me ocasionaban mucha angustia y malestar. Casi todo lo que comía me hacía daño. En este estado desolador me aferré esperanzado a la Ciencia Cristiana. Ya poseíamos en nuestro hogar una Biblia — aunque, hasta ese momento siempre había estado guardada — y pronto compré un ejemplar de Ciencia y Salud por la Sra. Eddy. Con la ayuda de un Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana, empecé a estudiar con regularidad las Lecciones Bíblicas.
La Palabra de Dios tuvo para mí nuevo significado a medida que yo adquiría una comprensión espiritual de los escritos de nuestra Guía. En Ciencia y Salud (pág. 381) ella declara: “¡Rechazad la ilusión de que estáis enfermos o que alguna enfermedad se está desarrollando en vuestro organismo, como os resistiríais a ceder a una tentación pecaminosa sobre la base de que a veces el pecado es necesario!” Medité sobre este pasaje con frecuencia. También fue fortalecedor el Salmo 91, el cual nos asegura (vv. 1–3): “El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente. Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; mi Dios, en quien confiaré. Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora”.
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