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Allí estábamos, extranjeros en una encantadora ciudad, situada a...

Del número de octubre de 1988 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Allí estábamos, extranjeros en una encantadora ciudad, situada a unos 21 mil metros de altura en las montañas de México. Mi esposo y yo nos habíamos sentido atraídos por esta ciudad debido a su fama como colonia de arte. Al poco tiempo, nos inscribimos en una escuela de arte, compramos una casa pequeña, y comenzamos cultos dominicales de la Ciencia Cristiana en nuestra sala.

Mientras echábamos raíces, surgió a la superficie lo que parecía un problema cardíaco. Cuando subía los caminos montañosos, el dolor aumentaba mi temor, y el temor aumentaba mi malestar hasta el punto de la desesperación. Pero como había tenido muchas curaciones en la Ciencia Cristiana mientras criaba a nuestra familia, tenía confianza en que su verdad me curaría ahora.

Llamé por teléfono a los Estados Unidos y me comuniqué con un practicista de la Ciencia Cristiana, pidiéndole ayuda. Mi trabajo comenzó meditando sobre los siete poemas escritos por la Sra. Eddy y que, como himnos, forman parte del Himnario de la Ciencia Cristiana. Me ayudó especialmente esta línea del Himno 30: “Pues Vida es sólo Amor”. En la página 113 de Ciencia y Salud, la Sra. Eddy dice: “La parte vital, el corazón y alma de la Ciencia Cristiana es el Amor”. Entonces razoné que un órgano físico no había causado mi vida, ni la sostenía. Mi vida, como toda vida, es realmente espiritual, y, por consiguiente, depende totalmente de Dios, el Amor divino y no de alturas.

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