Allí estábamos, extranjeros en una encantadora ciudad, situada a unos 21 mil metros de altura en las montañas de México. Mi esposo y yo nos habíamos sentido atraídos por esta ciudad debido a su fama como colonia de arte. Al poco tiempo, nos inscribimos en una escuela de arte, compramos una casa pequeña, y comenzamos cultos dominicales de la Ciencia Cristiana en nuestra sala.
Mientras echábamos raíces, surgió a la superficie lo que parecía un problema cardíaco. Cuando subía los caminos montañosos, el dolor aumentaba mi temor, y el temor aumentaba mi malestar hasta el punto de la desesperación. Pero como había tenido muchas curaciones en la Ciencia Cristiana mientras criaba a nuestra familia, tenía confianza en que su verdad me curaría ahora.
Llamé por teléfono a los Estados Unidos y me comuniqué con un practicista de la Ciencia Cristiana, pidiéndole ayuda. Mi trabajo comenzó meditando sobre los siete poemas escritos por la Sra. Eddy y que, como himnos, forman parte del Himnario de la Ciencia Cristiana. Me ayudó especialmente esta línea del Himno 30: “Pues Vida es sólo Amor”. En la página 113 de Ciencia y Salud, la Sra. Eddy dice: “La parte vital, el corazón y alma de la Ciencia Cristiana es el Amor”. Entonces razoné que un órgano físico no había causado mi vida, ni la sostenía. Mi vida, como toda vida, es realmente espiritual, y, por consiguiente, depende totalmente de Dios, el Amor divino y no de alturas.
En mi estudio de todas las curaciones efectuadas por Cristo Jesús y relatadas en la Biblia, el punto central fue esta pregunta que él hizo a sus discípulos (Mateo 26:40): “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?”
Cuando el pensamiento vacilaba o se desviaba de la oración o del pensamiento espiritual, me esforzaba en mantener la hora de vigilia dejando entrar en mi consciencia solamente la comprensión del ser a la manera del Cristo, esto lo hacía hasta que me sentía en paz.
Más o menos dos semanas después, una noche, ocurrió una crisis. Llamé por teléfono al practicista e inmediatamente mi necesidad fue discernida espiritualmente. Mientras trabajaba con las instrucciones del practicista de sentir conmigo la presencia de Dios, tuve la convicción del poder protector del Amor divino. En unas pocas horas, el progreso se hizo evidente. Al finalizar la tercera semana, agradecida y gozosa, llamé al practicista para decirle que había sanado completamente.
Durante seis inviernos más, mi esposo y yo regresamos a este hogar mejicano. El segundo año, añadimos a la casa un tercer piso, de manera que había una escalera más que subir. Durante todo este tiempo, y más adelante también, vimos crecer la actividad sanadora del grupo de Científicos Cristianos. Han pasado diez años desde esta curación, y nunca he vuelto a sufrir de ese problema.
También siento una gran gratitud por las oportunidades que ofrece la Iglesia de Cristo, Científico, para que logremos una educación espiritual: la Escuela Dominical, a la cual asistieron nuestros hijos hasta la edad de veinte años, y la instrucción en clase de Ciencia Cristiana.
Toronto, Ontario, Canadá