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Adolescentes, padres y la oración

Del número de mayo de 1989 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


"¿Qué hay de malo acerca de la adolescencia hoy en día?" preguntaron nuestras hijas (una de diez y la otra de once años de edad) a la hora de la cena hace varios años. Al principio me sorprendió esa pregunta. Entonces recordé que habían escuchado las tres mismas conversaciones que yo había escuchado ese día acerca de los adolescentes.

La primera fue en la oficina de mi esposo cuando un nuevo padre anunció el nacimiento de su hija. "Imagínese", dijo en son de broma uno de sus compañeros de trabajo, "en un dos por tres será adolescente y empezará a salir con muchachos". "Ni lo menciones", respondió el padre, mitad en broma y mitad en serio.

Después escuchamos una conversación en el subterráneo. Al ver a un grupo de adolescentes, una señora de edad avanzada movió la cabeza y dijo a su compañera: "Me alegro de haber criado a mis hijos cuando lo hice. Ya era bastante malo entonces. ¿Se imagina lo que sería en la sociedad de hoy en día?

Y tan pronto como entramos en la casa vino una vecina, y lamentándose dijo: "Si por lo menos puedo ayudar a mis hijos a pasar la adolescencia creo que habré triunfado".

No es de extrañarse que nuestras hijas, que ya casi eran adolescentes, se hubieran incomodado. Las tres conversaciones habían hecho que la adolescencia sonara nefasta, y no es mucho decir.

— No se preocupen, — dije tranquilizándolas. — Nos hemos deleitado con ustedes en toda etapa de su crecimiento, y los años de su adolescencia no serán una excepción, estoy segura de ello. El mismo Amor que les ha preparado el camino hasta este momento desde que eran bebés, cuando comenzaban a caminar y cuando estaban en el jardín de infantes (y a nosotros también como padres), ciertamente no dejará de hacerlo cuando lleguen a la adolescencia.

Me pareció que eso era lo que se necesitaba en ese momento. Pero al pensar en ello, me di cuenta de que los acontecimientos de ese día no fueron una coincidencia. Me estaban haciendo ver mi privilegio y deber, como madre y como Científica Cristiana, de orar diariamente por mi familia específicamente y por el mundo en general.

Más tarde, esa misma noche, consideré varias creencias populares acerca de la adolescencia que tratan de impresionarnos a todos. Algunos ven la adolescencia como un verdadero campo minado de riesgos; como una época en que estamos expuestos a erupciones (emocionales y físicas), a estar preocupados o insatisfechos con nosotros mismos, vulnerables a las malas atracciones, a la inseguridad, inestabilidad, desazón, rebeldía y oposición.

Entonces, a medida que oraba respecto a esta impresionante mezcla de creencias mortales, o falsos conceptos acerca del hombre creado por Dios, empecé a reemplazarla en mi propia manera de pensar con la perspectiva espiritual, con el concepto de la naturaleza espiritual del hombre que yo había obtenido mediante mi estudio de Ciencia Cristiana. Puesto que Dios, el Amor, crea y mantiene a Su idea, el hombre, El no puede someter y no somete al hombre a peligros y dificultades. Y puesto que Dios es Todo, El no conoce nada que sea desemejante a Su propia benevolencia. El hombre, el reflejo de Dios y el beneficiario de Su bondad, siempre es perfecto — como Dios lo creó— jamás avanzando hacia la perfección o separándose de ella. Este es el verdadero estado del hombre; y a medida que comprendemos más la naturaleza verdadera del hombre somos engañados cada vez menos por la creencia mortal respecto al desarrollo humano.

El razonar así me capacitó para considerar la adolescencia como una oportunidad para progresar y expresar más esas cualidades candorosas que Cristo Jesús nos enseñó que eran tan esenciales — por ejemplo, pureza, confianza e inocencia — y no una época para abandonarlas. Mucho necesita el mundo la madurez verdadera que confieren. A medida que pensaba sobre las necesidades de los adolescentes, pude ver que la adolescencia era una época tan buena como cualquier otra para aprender que la seguridad, la estabilidad y la serenidad están dentro de nosotros, y no en "algún otro lugar"; una oportunidad para saber que ellas son nuestra sustancia misma. Esta comprensión trae no meramente un logro de libertad personal, sino el conocimiento de que somos todo lo que Dios está haciendo que seamos. El llevar la verdad a la práctica nos hace honestos, honorables y felices.

A medida que oraba, sentía amor tanto por los adolescentes como por sus padres, quienes encaran los desafíos de la percepción generalizada acerca del comportamiento de los adolescentes (o de la reacción paternal). Me pregunté: "¿Qué sé acerca de Dios que ayude a liberar a la humanidad de estos falsos conceptos respecto a Sus hijos?"

La respuesta me vino en un versículo de la Biblia que habla del "nuevo pacto" de Dios con Su pueblo: "Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón; y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo". Jer. 31:31, 33. ¡Cuán precioso y fiel es Su amor como para darnos Su ley, la cual, obedecida, asegura y protege nuestra felicidad y éxito genuinos! La promesa de Dios de que Su ley será hallada en lo íntimo de nuestro ser, nos asegura también que nuestra obediencia a los Diez Mandamientos Ver Ex. 20:3–17. es natural y normal. Ellos no son exigencias imposibles que nos son impuestas contra nuestra naturaleza. Son para nuestro bien, no contra nosotros; no estropean nuestra alegría, sino que la aseguran. Tan invariable e irresistible es el amor de Dios que El jamás dejará de darnos todo lo que necesitamos para saber que somos Su imagen. Al saber esto nos sentimos satisfechos.

Un pacto es una promesa recíproca. Es necesario que ambas partes la sostengan. La promesa de Dios es dual; no sólo nos asegura que El está haciendo Su parte (siendo nuestro Dios), sino que también asegura que somos capaces de hacer la nuestra (ser Su pueblo) porque Su ley está en nuestros corazones, alimentándonos constantemente con el valor, la fortaleza, la diligencia, la alegría y la comprensión que necesitamos.

Dos años después, cuando nuestras dos hijas eran adolescentes, muchos padres estaban cada vez más alarmados respecto a la música, vestimenta y comportamiento de los adolescentes, como también por el aumento en el uso de drogas y bebidas alcohólicas. Fue entonces que encontré dos versículos de la Biblia y percibí que eran la perfecta "oración de los padres". Los versículos son: "Rescátame, y líbrame de la mano de los hombres extraños, cuya boca habla vanidad, y cuya diestra es diestra de mentira. Sean nuestros hijos como plantas crecidas en su juventud, nuestras hijas como esquinas labradas como las de un palacio". Salmo 144:11, 12.

"Rescátame a mí" pensé, no "rescata a mis hijos". Este discernimiento silenció cualquier temor que pudiera haber tenido al inducirme a ver que el mal siempre pretende ser tan alarmante o tan fascinante que no podemos evitar ser sus víctimas. Sabía que no podía esperar que las niñas no fueran fascinadas por las seducciones del mal si yo estaba alarmada por el poder de seducción del mal. Y razoné que el temer que las presiones de la sociedad de hoy en día son demasiado grandes para los adolescentes (o para cualquier otra persona) sería dudar de la omnipotencia de Dios.

"Plantas crecidas en su juventud" me aseguró que los adolescentes también tienen la fortaleza y la estabilidad para oponerse al mal. Esas son cualidades innatas, dadas por Dios, que no vienen de los años. Y "esquinas labradas" me recordó la preciosidad y la indestructibilidad de la verdadera sustancia de nuestros hijos — integridad, pureza, inteligencia, sabiduría, belleza — todas las cualidades que reflejan de su Padre-Madre Dios.

La declaración de la Sra. Eddy que dice: "Es el amor a Dios, y no el temor al mal el incentivo en la Ciencia" Escritos Misceláneos, pág. 279., me fue especialmente útil a medida que oraba. Me alentó a mantener mi pensamiento enfocado en toda evidencia del bien, o santidad, en nuestros adolescentes (y en otros). Aprecié cada señal de su previsión, de sus logros, de su atención cuidadosa por los otros — amigos y extraños — de su interés en el hogar, la escuela, la iglesia y el mundo, y del entusiasmo y alegría que impartían a cada uno. Y les dije cuánto lo apreciaba.

Su adolescencia nos trajo alegría a todos; no fue una carga. Para mí, para mi esposo y para ellas, esa época estuvo tan llena de actividades saludables, intereses y amigos, que nos pareció que había pasado volando. De hecho, fue el otro día que me di cuenta de que ya no tenemos adolescentes. ¿Di un suspiro de alivio? De ninguna manera. Pero me detuve para agradecer a Dios por Su constante amor para con todos Sus hijos y por cada prueba de ello.

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