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¿Renuente a sanar a los demás?

Del número de mayo de 1989 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


¿Está usted considerando dedicarse a la práctica de la Ciencia Cristiana para ayudar a otros? ¿Piensa usted que no es lo suficientemente bueno, que no tiene el suficiente conocimiento espiritual, que no es capaz de dar la ayuda que tan a menudo usted mismo ha recibido? ¿O piensa que quizás más adelante esté mejor preparado para hacerlo? Si es así, bien sé como se siente, pero tal vez debiera usted pensar un poco más sobre ello. Bueno, yo tuve que hacerlo, y le diré cuándo lo hice.

Cierta semana, cuando era Primer Lector en mi filial de la Iglesia de Cristo, Científico, la Regla de Oro estaba incluida en la Lección Bíblica. Mencionada en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana. Esto me hizo pensar en que yo debía hacer por otros lo que otros habían hecho por mí. Ver Mateo 7:12. Una de las cosas que ciertamente otros habían hecho por mí a través de los años fue apoyarme por medio de la oración cuando lo necesité.

De pronto percibí que era muy justo que yo hiciera lo mismo por otros. En efecto, llegué a sentir que por cada beneficio que había recibido mediante las devotas oraciones de otros, yo tenía igual deuda para con mi prójimo. Comencé a considerar la práctica de la Ciencia Cristiana con el fin de beneficiar a otros, no simplemente como una futura posible opción, sino como una presente deuda moral y espiritual. Y comprendí que tenía que estar dispuesto a cumplir con esto.

Poco después, una practicista de la Ciencia Cristiana, muy activa en la práctica, me preguntó si ocasionalmente podría dar mi nombre a alguien que necesitara ayuda en caso de que en ese momento ella no pudiera hacerlo. Recordando lo que había pensado acerca de la Regla de Oro le dije que sí.

Pasaron meses, y ya casi me había olvidado de nuestro común acuerdo cuando un día, a mediados del verano, alguien me llamó. Todo ese día me había sentido descontento acerca de varias decepciones y, en esos momentos, lo que menos quería hacer, y tampoco me sentía capaz de hacerlo, era ayudar a otro por medio de la oración.

Cuando tomé el teléfono, las primeras palabras que escuché fueron: “¿Es usted practicista de la Ciencia Cristiana?” Rápidamente recordé lo que previamente había acordado y respondí, aunque sin convicción: “Sí, lo soy, por lo menos soy estudiante de Ciencia Cristiana”. Era la voz de una mujer. Estaba casi llorando. Llamaba en nombre de su esposo quien por algún tiempo había estado padeciendo de un problema en la garganta, lo cual le impedía hablar. La mujer parecía asustada. ¿Ayudaría yo a su esposo? Le dije que sí.

Sin saber nada acerca de esta persona, le pregunté si tenía una Biblia. Me dijo que sí. Le pedí entonces que le leyera a su esposo el Salmo veintitrés sustituyendo la palabra Amor, un sinónimo para Dios, dondequiera que se refiriera a Dios. Me dijo que lo haría. Acordamos hablar al día siguiente.

Cuando colgué el receptor, pensé: “¿En qué me he metido? ¿Cómo puedo yo ayudar a alguien? He estado tan deprimido todo el día, soy yo quien debiera pedir ayuda para mí”.

Sentado calladamente en la cocina mientras terminaba de comer, mi pensamiento comenzó a cambiar. Recordé cómo había aceptado el compromiso de ayudar a tan ocupada practicista. En particular recordé la Regla de Oro. En algún momento me vino este buen pensamiento: “Si Dios quiere que ayude a otras personas, El me dará también la capacidad para hacerlo”. Vi que poseía tal capacidad, pese a los pensamientos que declaraban lo contario. Sabía que Dios es totalmente justo y que no pediría de mí algo que no pudiera hacer. Comencé también a darme cuenta de que Dios, y no yo, era el sanador.

Me fui a la sala y me senté en el sofá. “Bueno, se supone que sea yo un practicista”, me dije. “¿Cómo empiezo?” Recordé que la Sra. Eddy incluye en Ciencia y Salud un capítulo intitulado: “La práctica de la Ciencia Cristiana”. Comencé a leerlo.

Empieza con un relato detallando cuando Cristo Jesús estaba en la casa de Simón, el fariseo, y una mujer, que posteriormente la tradición ha identificado como María Magdalena, llegó sin haber sido invitada. Ver Lucas 7:36–50. Lavó los pies de Jesús con sus lágrimas y los ungió con perfume. A medida que leía, veía claramente que este relato era de vital importancia, que incluía una profunda y fundamental verdad espiritual para la práctica de la Ciencia Cristiana.

Me pareció que la Sra. Eddy estaba poniendo énfasis en este capítulo sobre la actitud de la Magdalena hacia el Cristo. Esta era una mujer que había sido pecadora, y ahora estaba arrepentida y buscaba perdón. Su actitud mental, su contrición y su humildad eran recomendadas a los practicistas de la Ciencia Cristiana. Parte de este capítulo parecía estar diciendo que aun un “pecador” puede practicar la Ciencia Cristiana si está arrepentido. Este pensamiento me alentó.

Jesús dijo que los pecados de la mujer habían sido perdonados porque “amó mucho”. Fue por su amor que ganó el perdón. Comentando sobre esto, Ciencia y Salud dice: “Si el Científico posee suficiente afecto de la calidad del Cristo para lograr su propio perdón y ese elogio de Jesús del que se hizo merecedora la Magdalena, entonces es lo suficientemente cristiano para practicar científicamente y tratar a sus pacientes con compasión; y el resultado corresponderá con la intención espiritual”.Ciencia y Salud, pág. 365.

Sólo leí esa frase. Claramente vi lo que tenía que hacer. Tenía que ganar mi propio perdón mediante el amor a la manera del Cristo para poder practicar científicamente. ¿Cómo podía ganar mi propio perdón? Haciendo exactamente lo que la Magdalena había hecho: doblegarme en humildad y arrepentimiento, y dejar que este profundo amor espiritual por Dios — que es cristianismo verdadero — quitara de la consciencia humana todo lo que fuera desemejante a Dios. Al cabo de una hora más o menos, me sentí como si hubiera sido bautizado espiritualmente, desprendiéndome de todas las impurezas, sometiéndome al Cristo, la Verdad. Cuando comencé a sentir la presencia de Dios pude ver a mi paciente más claramente, ambos iluminados por el espíritu del Cristo, perdonados, elevados y sanados. Cuando me fui a acostar aquella noche sentía una alegría que no había sentido durante muchos días.

A la mañana siguiente, poco después del desayuno, hablé con la esposa del paciente. Me dijo que su esposo había librado una fuerte lucha durante el atardecer, pero que después comenzó a notarse un cambio. Luego me dijo: “Espere un momento. Lo voy a llamar. El mismo hablará con usted”. Vino al teléfono y me agradeció por todo lo que había hecho, fuera lo que fuera.

Pueden ustedes imaginarse lo agradecido que me sentí hacia el único y poderoso Dios, “el que sana todas tus dolencias”. Salmo 103:3. Pero estuve menos impresionado con la curación — la que, de hecho, esperaba — que con otra cosa.

Había estado todo el día anterior sintiéndome deprimido, inútil e inepto. Pero ni por un instante me habían abandonado ni Dios ni Su Cristo. Lo que necesitaba era responder al bien que estaba a mi alcance. Dudo que alguna otra vez me deje engañar por la creencia de que no soy capaz de ayudar.

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