Cuando yo era niño mis padres a menudo pasaban las vacaciones en las montañas. Como nosotros procedíamos de zonas áridas, disfrutábamos de las frescas brisas y de la fragancia de los pinos. Era seguro que en uno de esos días entre ir a jugar al golf en miniatura y visitar la tienda de artesanía indígena, en algún momento mi padre me llevara hasta la cima de una de esas hermosas montañas. Observando las colinas de la cadena de las Montañas Rocosas, me sentaba a su lado y suavemente me decía: "Ahora es el momento de estar quietos".
Parecía que era algo imposible para quien estaba acostumbrado a una actividad intensa. ¡Qué difícil me parecía poder refrenar la energía desbordante dentro de mí! Luchaba para controlar mi ímpetu.
"Ahora escuchemos", me decía. "¿Oyes el susurro del viento?" Nos sentábamos en silencio para escuchar los leves y suaves sonidos que eran constantes, pero que tan a menudo pasaban desapercibidos. Nos sumíamos en una dulce serenidad en que el ajetreo de la vida diaria parecía quedar atrás. Cuando hablábamos, era inevitablemente acerca de Dios. Sentíamos Su cercana presencia de manera tangible. En aquellos momentos de calma aprendí a amar y a valorar la quietud.
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