Recientemente, sintiendo la necesidad de consuelo, comencé una lista de las curaciones que había tenido por medio de la oración. Cuando llegué a treinta y cinco en pocos minutos, me pregunté asombrada por qué nunca había sometido un testimonio escrito.
A la edad de dos años, sané de fiebre tifoidea. (Esta curación está incluida en un testimonio de mi madre en The Christian Science Journal de marzo de 1930.) Un día, cuando tenía tres años, mi madre estaba enferma en cama con un severo dolor de cabeza. Ofrecí orar por ella, y pasé unos minutos quieta; luego me fui a jugar. Mi madre, casi inmediatamente, se sintió bien. Cuando ella me preguntó cómo había orado, le dije que me había quedado quieta y escuché a Dios, y al mismo tiempo pensé que para ella tener dolor de cabeza, Dios tendría que tener dolor de cabeza; me reí porque yo sabía que eso no podía suceder. ¡Dios es perfecto! Así que el hombre, Su semejanza, tiene que ser perfecto también.
Un día, cuando tenía doce años, me caí en el patio de recreo de la escuela, y me rasguñé seriamente ambas rodillas. La enfermera de la escuela me puso unas vendas. Cuando regresé a casa de la escuela, mi madre oró por mí, como ella había aprendido a hacerlo en la Ciencia Cristiana. Al día siguiente, cuando me enviaron nuevamente a la enfermera para que me cambiara las vendas, ella se asombró al ver que las rodillas ya estaban bastante sanas, y pronto estuvieron totalmente sanas.
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