En ocasiones he escuchado a personas decir que no se sienten satisfechas de sí mismas. (Quizás la mayoría de nosotros nos hayamos sentido así de vez en cuando.) Hay quienes se consideran indignos o que no valen nada. Otros se sienten insignificantes, sin importancia. Pareciera que las personas no siempre pueden expresar amor libremente por su prójimo más cercano o por ellas mismas. Y, sin embargo, mucho de lo que Cristo Jesús trasmitió a sus discípulos fue básicamente respecto al poder liberador del amor. Por ello, ciertamente debe de haber lecciones importantes en las enseñanzas del Maestro para ponerlas en práctica en nuestra vida hoy mismo.
Un elemento esencial de las enseñanzas de Jesús sobre el amor puede resumirse mejor en la respuesta que dio a un abogado hebreo quien lo puso a prueba al preguntarle: “Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley?” La respuesta de Jesús fue directa, inequívoca, firmemente cimentada en las Escrituras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento”.
Y luego Jesús expresó una segunda exigencia esencial tomada de las Escrituras — una exigencia por la cual sus seguidores siempre podrían medir su éxito como cristianos fieles. Volviendo a referirse al mandamiento original que ya había citado, Jesús dijo: “Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Mateo 22:36–39.
Las palabras del Maestro indudablemente son familiares a todo seguidor de Jesús hoy en día. Todos sabemos que representan los requisitos más básicos de la vida cristiana. Nada más tiene significado o importancia verdadera a menos que podamos sentir en nuestros corazones que nuestra vida está respondiendo sinceramente a estos mandamientos.
No obstante, ese segundo mandamiento, tiene un significado importante al cual con mucha frecuencia no se le da la debida consideración. ¿Cómo dijo Jesús que teníamos que amar a nuestro prójimo? Como a nosotros mismos. Por eso, naturalmente surgen las siguientes preguntas: ¿Nos amamos a nosotros mismos? Y, ¿cuánto nos amamos?
Por supuesto que la gente no siempre está segura de que debiera amarse a sí misma. Después de todo, ¿acaso eso no podría parecer que se es egotista, egoísta y hasta deshonesto? Sí, podría parecer así. Pero mucho depende de qué es lo que estamos amando y cómo lo amamos. Nadie puede creer que Jesús estaba hablando del narcisismo, de un amor egocéntrico o del ego humano. Ese amor no sólo es mesmerismo, sino que también es falso y a la larga destructivo. Si toda la atención de una persona continuara fluyendo hacia sí misma, finalmente se ahogaría en ella.
Recordemos que los mandamientos de Jesús empiezan con el amor a Dios y después, con amor semejante a ése, tenemos que amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Comenzamos con Dios. Amamos a Dios con todo nuestro corazón, alma y mente por lo que El es realmente: Verdad ilimitada, pura; la única Mente; el Amor omnisciente, omnipotente y omnipresente, que abarca y mantiene a toda la creación en la armonía perfecta de la ley de Dios. Amamos a Dios como el Padre-Madre universal de todos nosotros. No es a una deidad humanizada, variable y que nos desilusiona a quien se nos pide que amemos, sino a la única causa y creador infinitamente bueno, Vida, Espíritu y Alma divinos.
Y si éste es el Dios que amamos, el único Dios verdadero, entonces ¿qué deben ser realmente los hijos e hijas de Dios? ¿Cuál es la identidad real de todo ese “prójimo”, incluso la nuestra, de la que habló Jesús? ¿Acaso no es el hombre la misma imagen y semejanza de Dios, según lo confirman las Escrituras? El hombre no es una personalidad mortal insignificante, débil, menospreciada. En verdad no es para nada un mortal. Como expresión de Dios, el hombre da testimonio de lo que es Dios Mismo. El hombre es el hijo puro, espiritual, libre, perfecto, bueno, sano, inteligente, gozoso, indestructible e inmortal de Dios.
Esta es una lista larga, pero realmente podría seguir y llenar las páginas de esta publicación, porque como la expresión infinitamente buena del Dios infinito, el hombre es mucho más que lo que cualquier breve descripción puede jamás representar adecuadamente. Y, en realidad, para conocer la verdad acerca del hombre de Dios tenemos que hacer más que leer sobre ella en una publicación mensual. Tenemos que experimentarla, demostrarla, vivirla y hacer nuestra la idea divina. Esta idea divina es lo que realmente somos, y este hombre que Dios ha creado es, sin lugar a dudas, digno de ser amado. Podemos amar esta verdad de nuestro ser plenamente y con una consciencia clara. Podemos atesorarla en nuestro corazón, y esforzarnos por hacerla más visible — real — aquí y ahora por medio de la oración, la regeneración espiritual, la gracia y el ministerio cristiano de sanar a los demás.
Cuando amamos a Dios y a nuestro prójimo más cercano — a nosotros mismos, como la propia semejanza de Dios — estamos preparados para amar a nuestro prójimo. La Sra. Eddy escribe: “Debiéramos evaluar el amor que sentimos hacia Dios por el amor que sentimos por el hombre; y nuestra comprensión de la Ciencia será evaluada por nuestra obediencia a Dios — en el cumplimiento de la ley del Amor, haciendo bien a todos; impartiendo la Verdad, la Vida y el Amor, en el grado en que nosotros mismos los reflejemos, a todos los que se hallen dentro del radio de nuestra atmósfera de pensamiento”.Escritos Misceláneos, pág. 12.
Esta clase de amor no contiene un ápice de egoísmo. Nos hace humildes, maravillosamente libres y nos ayuda a alimentar a los corazones que tienen hambre de conocer la verdad del ser y el amor verdaderos.
Los dos mandamientos que Jesús enseñó a sus seguidores siempre marcarán la norma por la cual pesamos nuestras realizaciones y progreso reales. Esta es la medida de nuestro discipulado como cristianos. Y se refiera a la obediencia, la fidelidad y a una vida valiosa. Se refiere a ser veraz con Dios, con nuestros semejantes y con nosotros mismos. Se refiere a expresar un amor que no sólo ama y protege, sino que sana.