No había muchas tormentas eléctricas donde crecí en el sur de California. De manera que me sorprendió un poco, cuando tenía unos cuatro años de edad, ver venir negras nubes y oír el ominoso estruendo de los truenos. Mi mamá me llamó para que entrara en la casa que estaba a poca distancia. Corrí hacia ella por sobre montoncillos de tierra y los surcos del campo recién arado.
Después de tropezar muchas veces, y estando más o menos a la mitad del camino hacia mi casa, cayó un rayo sobre la tierra a unos tres metros frente a mí. Me tiró al suelo. Es asombroso que no me lastimé ni me asusté. Simplemente me levanté y corrí el trecho que me faltaba para llegar a casa y estar con mi mamá, y entramos en la casa.
Como acostumbraba, mi mamá me tomó de la mano y me llevó a la mecedora que estaba en la sala. Me senté en su regazo, y ella cantó nuestro himno favorito. Está en el Himnario de la Ciencia Cristiana, N.° 154. El primer verso dice:
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