Durante varios meses, cada vez que pasaba por cierta casa tenía un fuerte presentimiento del mal. De hecho, tenía la sensación de una presencia maligna y era tan perturbadora que inmediatamente comenzaba a orar.
Afirmaba la absoluta supremacía del bien, el poder predominante del Amor divino. Sabía que esto era precisamente lo que la vida de Cristo Jesús había significado. Mentalmente negaba que el mal pudiera tener presencia o poder alguno para contender con Dios. Rechacé la aserción de que el mal pudiera poseer a alguien o algo porque sabía que Dios, el bien, era el poseedor de todo.
Durante dos meses oré de esa manera cada vez que pasaba por la casa. Y una noche cuando caminaba hacia mi casa oí un gran estrépito y vi que algunos muchachos salían corriendo de esa casa. Una mujer joven salió gritando enojada. Aparentemente los muchachos habían estado aterrorizándola durante toda la semana y acababan de arrojar un ladrillo contra su casa.
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