Cuando era estudiante del último año de la escuela secundaria, mi mejor amiga me dio a conocer la Ciencia Cristiana. Nos enfrascábamos en interminables discusiones porque yo tenía muchas preguntas que hacerle. Mi padre era un ministro protestante que había recibido instrucción en un seminario; él trabajaba profesionalmente en los asuntos de diferentes denominaciones religiosas, y en asuntos de la comunidad. El y mi madre habían estado siempre interesados en el conocimiento de otras creencias religiosas, y compartían conmigo su gran aprecio por todas las razas y religiones. Nuestro hogar tenía su centro en Dios y el énfasis estaba en que cada uno viviera su religión.
Lentamente empecé a aplicar a mis propias necesidades las perspectivas espirituales que aprendía de mi amiga Científica Cristiana, aunque al principio sólo había tenido curiosidad. Mi amiga me dio ejemplares del Christian Science Sentinel. Iba subrayando las oraciones de particular interés y ayuda. Pedí prestado un ejemplar de Ciencia y Salud por la Sra. Eddy, y podía comprender los capítulos “La oración” y “El matrimonio”.
Al comenzar a estudiar la Ciencia Cristiana, descubrí por primera vez que Dios nos provee ampliamente. Este concepto de “provisión” era completamente nuevo para mí. Teológicamente, mi padre afirmaba que la pobreza estaba propiamente asociada con ser ministro. Decidí aplicar lo que había estado aprendiendo en lo que respecta a la provisión ilimitada del bien que proviene de Dios con el objeto de cambiar de una universidad de denominación secular a una competitiva y no sectaria, donde yo también pudiera asistir a las reuniones de una organización de la Ciencia Cristiana en los terrenos de la universidad. Confié en el infalible cuidado de Dios, expresado en esta declaración de Ciencia y Salud: “No está bien imaginarse que Jesús demostró el poder divino sanador sólo en beneficio de un número selecto o de un tiempo limitado, puesto que a la humanidad entera y a toda hora el Amor divino suministra todo el bien”.
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