Cristo Jesús amaba a los niños pequeños. También le gustaba contar relatos a los niños y a los grandes. Sus relatos se llaman parábolas.
Una vez les habló acerca de un pastor que tenía cien ovejas. Ver Mateo 18:12–14; Lucas 15:4–7. No es fácil vigilar cien ovejas; por eso el pastor las contaba todos los días para estar seguro de que estaban todas. Todos los días las contaba hasta llegar a cien.
Un día, mientras las estaba contando, llegó hasta noventa y nueve y descubrió que la oveja número cien no estaba. ¡Faltaba una oveja del rebaño! En algún lugar se había separado del resto de las ovejas y se había perdido.
El pastor amaba a todas sus ovejas y todas eran valiosas. El no podía dejar que ninguna estuviese perdida y sola. Podía hacer mucho frío de noche en las colinas. Algún animal salvaje podía salir del bosque y atacar a la oveja perdida. El pastor sabía esto, así que dejó las noventa y nueve ovejas para buscar a la que se había perdido.
Mientras iba caminando, tal vez haya llamado a la oveja perdida. En tiempos de la Biblia, las ovejas conocían la voz de su pastor y acudían cuando la oían.
Cuando por fin el pastor encontró la oveja perdida, se sintió tan feliz que la puso suavemente sobre sus hombros. Estaba muy contento de que estuviese a salvo.
Nuestro Padre-Madre Dios es como el pastor en la parábola. Dios conoce a cada uno de Sus hijos, igual que un pastor conoce a sus ovejas. Dios vela por Sus hijos de día y de noche, y les brinda todos los cuidados. Ninguno de Sus pequeños puede hallarse perdido o fuera del alcance de los amorosos brazos de nuestro Padre-Madre.
Como Dios es Amor, El está en todas partes. El llena todo el espacio. Por lo tanto, Su amor está contigo en este preciso instante — y conmigo también — y con todos, en todas partes. Somos las ovejas que El apacienta.
A un niño llamado Allan le gustaba esta parábola y una vez lo ayudó. Un día se alejó demasiado de su casa y fue a parar a un gran campo donde pastaban las vacas u a donde su mamá le había dicho que nunca fuera. Un toro y algunas vacas empezaron a caminar hacia él. Allan se asustó hasta que se acordó del pastor que cuidó de su oveja perdida.
Pensó que el Amor divino seguramente lo estaba cuidando también a él, aunque estuviese perdido en un campo de pastoreo para vacas. Allan vio una pila de rocas y trepó hasta la cima donde las vacas no lo podían alcanzar. Pero las vacas no se alejaban, sino que se iban acercando a las rocas. Allan esperó y esperó. Tenía mucho frío, y estaba empezando a oscurecer.
Allan pensó nuevamente que Dios, el Amor siempre presente, estaba cuidando de él. Decidió orar pidiendo ayuda. Cerró fuertemente los ojos y con toda la firmeza que pudo, oró para no sentir temor de las vacas y de esta manera poder regresar a su casa. Estuvo pensando en la manera cómo Dios mantiene a salvo a todos Sus hijos y lo mantenía a salvo a él también. Ya no estaba asustado. Cuando abrió los ojos de nuevo, las vacas estaban dando la vuelta y se alejaban. Allan, muy sorprendido, descendió de la pila de rocas y salió corriendo en dirección a su casa, tan rápido como pudo. Se sintió muy feliz de contarle a su mamá lo que había sucedido. “¡Mamá, yo oré con todas mis fuerzas y Dios me escuchó!”