Hay ocasiones en que uno se da cuenta seriamente de que la única diferencia que hay entre una discusión acalorada y una guerra es el número de personas involucradas. No se necesitan armas para destruir. Un conflicto a cualquier nivel no tiene que ser “público” para que tenga un efecto perjudicial en los demás.
Pero, ¿qué hacer cuando las discusiones se prolongan, y buenos amigos ya no pueden ponerse de acuerdo, y las relaciones parecen amenazadas?
Una mañana, cuando oraba para que se resolviera una discusión que parecía tener serias consecuencias para aquellos involucrados, miré por casualidad un ejemplar del periódico The Christian Science Monitor. En la primera plana del periódico había una foto muy conmovedora de un soldado joven (quizás de no más de doce o trece años de edad). La mirada en sus ojos era penetrante e inolvidable. El ansia y el anhelo en su rostro parecía ser una llamada de auxilio dirigida a cada persona que leyera el periódico.
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