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Por favor ¿podrías dejar de pelear?

Del número de agosto de 1990 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

The Christian Science Monitor


Hay ocasiones en que uno se da cuenta seriamente de que la única diferencia que hay entre una discusión acalorada y una guerra es el número de personas involucradas. No se necesitan armas para destruir. Un conflicto a cualquier nivel no tiene que ser “público” para que tenga un efecto perjudicial en los demás.

Pero, ¿qué hacer cuando las discusiones se prolongan, y buenos amigos ya no pueden ponerse de acuerdo, y las relaciones parecen amenazadas?

Una mañana, cuando oraba para que se resolviera una discusión que parecía tener serias consecuencias para aquellos involucrados, miré por casualidad un ejemplar del periódico The Christian Science Monitor. En la primera plana del periódico había una foto muy conmovedora de un soldado joven (quizás de no más de doce o trece años de edad). La mirada en sus ojos era penetrante e inolvidable. El ansia y el anhelo en su rostro parecía ser una llamada de auxilio dirigida a cada persona que leyera el periódico.

De pronto, surgió una pregunta de tanto impacto en mi pensamiento que era como si el niño en la foto hubiera de alguna manera hablado y dicho: “¿Podrías dejar de pelear para que yo pueda dejar de hacerlo? Tú podrías ayudar a detener este innecesario derramamiento de sangre. ¿Lo vas a hacer?”

Nunca antes me había enfrentado tan directamente con las consecuencias de las llamadas “disputas privadas”, todo el odio y dolor albergado y no resuelto que pasa sin ser desafiado o que es ignorado. Nunca antes había visto con tanta claridad el vínculo que existe entre mi vida y los titulares del periódico de hoy. Quizás por primera vez en mi vida me di cuenta de que la paz es una responsabilidad individual.

Cada victoria que se gana cuando el amor anula un brote de emoción descontrolado, cuando la humildad acalla la voluntad humana, cuando el perdón no permite la reacción, ayuda muchísimo a disminuir la creencia de que la pelea y la guerra son inevitables. Cada “discusión que no se inicia”, cada vez que silenciosamente se rechaza decir una palabra poco caritativa, que se renuncia a la animosidad, la mala fe y la venganza, disminuye hasta cierto grado la dureza de corazón del mundo.

Hay veces cuando aun en los desafíos más importantes y personales, la cuestión de quién tiene o no debe cesar; hay momentos cuando tenemos que elevarnos de nuestro propio egoísmo para poder ver que en cada pequeño conflicto, como en toda guerra, el punto clave es la vida misma. No me estoy refiriendo simplemente a un sentido superficial y mortal de vida tratando de mantener algún estado de “no guerra”. Me estoy refiriendo a algo mucho más grande que eso, nuestra condición como hijos de Dios, revelada en la vida de Cristo Jesús.

A la larga tenemos que enfrentar la demanda de comprendernos a nosotros mismos espiritualmente, captar algo nuestra vida indestructible en Dios. Esto no se puede lograr mediante el odio o la justificación propia. No podemos discernir ni contribuir a traer a la luz la creación perfecta y espiritual de Dios a través del pensamiento y la actitud materialistas que negarían esa realidad. El libro de Isaías señala la armonía que tenemos que luchar por demostrar: “No harán mal ni dañarán en todo mi santo monte; porque la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar”. Isa. 11:9.

Si hay una pelea que debemos declarar, es la batalla colectiva de la humanidad contra todo lo que se opone a la comprensión de la creación de Dios, la comprensión de la dignidad e integridad de la naturaleza espiritual del hombre.

A través de mi estudio de la Ciencia Cristiana he llegado a sentir que a veces el único curso de acción responsable para poder enfrentar las dificultades de todos los días, es salir del sentido meramente personal y limitado de las cosas, dejar de orar por mi propia situación y orar de todo corazón por el mundo. La humanidad se beneficia grandemente con tales decisiones, e inevitablemente tal oración altruista resulta en una paz indescriptible para nosotros individualmente.

La Sra. Eddy hace la siguiente observación: “La oración verdadera no es pedir a Dios que nos dé amor; es aprender a amar y a incluir a todo el género humano en un solo afecto. Orar significa utilizar el amor con el que Dios nos ama”.No y Sí, pág. 39.

Hay ocasiones en las que he visto en un grado asombroso que el desafío con el que estoy tratando realmente tiene poco que ver conmigo y es más acertado comprenderlo como un problema por el cual el mundo me pide a gritos que ore.

He mirado esa foto de la primera plana del periódico varias veces desde que surgió la pregunta por primera vez: “¿Podrías tú dejar de pelear para que yo pueda dejar de hacerlo?” Al haber pensado en la vida de ese niño, es maravilloso ver con qué facilidad he contestado “sí” (tanto en palabras como en hechos).

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