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La Navidad y la condición de ser discípulo

Del número de diciembre de 1993 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Los Dias Eran muy fríos y se volvían cada vez más cortos. En las caminatas que yo hacía por las tardes, mi sombra parecía cada día más larga. Algunos problemas, cuya solución me resultaba difícil, habían influido en mí para que mi estado de ánimo fuese tan sombrío como el atardecer. Los adornos de Navidad iban apareciendo uno a uno; adornos dorados, guirnaldas, luces. Pero ninguna de esas cosas traía luz a mis perspectivas.

Desde hacía algún tiempo, la época de Navidad no era para mí una de mis épocas favoritas. La excitación en constante aumento, los comercios compitiendo para atraer clientes, los sonidos metálicos de los villancicos, todo parecía una burla de lo que verdaderamente trae satisfacción. Yo pensaba que rechazando los festejos mundanos estaba honrando el sentido espiritual de la Navidad. En realidad, deseaba que llegara enero cuanto antes (cuyos días en mi país son grises y sin mayores atractivos), y, entretanto, simplemente ignoraba la Navidad.

Pero ese año había leyendo ocasionalmente algunos libros de la Biblia. Una mañana, al comenzar el Evangelio según Juan, los versículos iniciales me conmovieron. Leí acerca del Verbo que era Dios, la vida que era la luz de los hombres, la luz que resplandecía en medio de la oscuridad y el Verbo hecho carne. Al principio, solamente percibí la gloria del advenimiento de Cristo Jesús. Pero esto me hizo querer sentir la Navidad de un modo diferente.

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