Durante Largos Meses creí haber perdido el dominio de mí misma. Me parecía como si fuera llevada constantemente de un lado a otro por continuos desafíos, y al mismo tiempo había un sentido de inseguridad y grandes dudas acerca de mí misma. Como resultado, empecé a preocuparme al extremo por mi apariencia física y por la imagen que proyectaba ante los demás. Busqué varias maneras de llegar a obtener una buena presencia y traté de convencerme de que era capaz de hacerlo y demostrar a los demás que tenía “gran dominio propio”. Después de seis meses en que tan solo comí lo indispensable para subsistir, reemplacé esto por un ejercicio físico riguroso, que sólo me sirvió para eludir el problema.
Por primera vez en mi vida estaba bien delgada y tenía una buena figura: dos requisitos muy importantes de acuerdo con las normas de la década de los noventas. Continuamente la gente me preguntaba como lo lograba, lo que contribuía a convencerme cada vez más de que había alcanzado “el éxito deseado”. Lo irónico era que cuanto más disfrutaba de este dominio superficial, más atrapada y esclavizada me sentía por las leyes humanas.
Además del esfuerzo consciente que significaba mantener el peso corporal, que obviamente no era mi peso adecuado, me sentía cada vez más perturbada por el hecho de que la medicina tuviera tal creciente influencia en mi vida. Compraba los comestibles según los valores nutritivos detallados de las etiquetas; la frecuencia y rigor de la serie de ejercicios dependían de cuanto había ingerido ese día y cuan pronto podía cambiar mi talla de ropa por una menor, y así sucesivamente. Poco a poco llegué a convencerme de que aunque obstinadamente tenía éxito en alcanzar el objetivo de acuerdo con los requerimientos del mundo, me estaba engañando a mí misma. Por cierto, no estaba siguiendo las enseñanzas de Cristo Jesús de poner a Dios primeramente y no centrar la atención en el cuerpo.
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