Durante Largos Meses creí haber perdido el dominio de mí misma. Me parecía como si fuera llevada constantemente de un lado a otro por continuos desafíos, y al mismo tiempo había un sentido de inseguridad y grandes dudas acerca de mí misma. Como resultado, empecé a preocuparme al extremo por mi apariencia física y por la imagen que proyectaba ante los demás. Busqué varias maneras de llegar a obtener una buena presencia y traté de convencerme de que era capaz de hacerlo y demostrar a los demás que tenía “gran dominio propio”. Después de seis meses en que tan solo comí lo indispensable para subsistir, reemplacé esto por un ejercicio físico riguroso, que sólo me sirvió para eludir el problema.
Por primera vez en mi vida estaba bien delgada y tenía una buena figura: dos requisitos muy importantes de acuerdo con las normas de la década de los noventas. Continuamente la gente me preguntaba como lo lograba, lo que contribuía a convencerme cada vez más de que había alcanzado “el éxito deseado”. Lo irónico era que cuanto más disfrutaba de este dominio superficial, más atrapada y esclavizada me sentía por las leyes humanas.
Además del esfuerzo consciente que significaba mantener el peso corporal, que obviamente no era mi peso adecuado, me sentía cada vez más perturbada por el hecho de que la medicina tuviera tal creciente influencia en mi vida. Compraba los comestibles según los valores nutritivos detallados de las etiquetas; la frecuencia y rigor de la serie de ejercicios dependían de cuanto había ingerido ese día y cuan pronto podía cambiar mi talla de ropa por una menor, y así sucesivamente. Poco a poco llegué a convencerme de que aunque obstinadamente tenía éxito en alcanzar el objetivo de acuerdo con los requerimientos del mundo, me estaba engañando a mí misma. Por cierto, no estaba siguiendo las enseñanzas de Cristo Jesús de poner a Dios primeramente y no centrar la atención en el cuerpo.
Ese fue el punto decisivo. En lo íntimo, lo que más deseaba por encima de todo era un entendimiento espiritual acerca de la verdadera libertad. De hecho, mirando retrospectivamente, reconozco que aunque a menudo me costó lágrimas y sentí desaliento, fue en realidad cuando comencé a orar con la humilde disposición de escuchar la voz de Dios.
Después de meses de leer todo lo que venía a mis manos sobre dieta, ejercicio y salud, leí esta declaración de Ciencia y Salud escrito por la Sra. Eddy: “Partiendo desde un punto de vista más elevado, uno asciende espontáneamente, así como la luz emite luz sin esfuerzo; pues 'donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón’ ”.Ciencia y Salud, pág. 262. Estas palabras, sin esfuerzo, sobresalieron como destellos de luz sobre la página indicándome: “¡Esta es la Verdad!”. Me había ocupado por mucho tiempo de las pretensiones de los remedios materiales para percibir por mi propia cuenta que, aunque parezcan dar resultado, nunca satisfacen de verdad.
Sin embargo, partiendo desde un punto de vista de la realidad espiritual, reconociéndome como parte esencial de la expresión completamente buena de Dios mismo, comencé a comprender mejor que mi individualidad está incluida dentro de Su “gran creación” de perfección, armonía y equilibrio, totalmente separada del fraude de la mortalidad. Pude percibir que en la creación espiritual de Dios, la única creación auténtica y permanente, mi identidad natural como la amada idea de Dios, no podía manifestar exceso ni deficiencia alguna. En otras palabras, en realidad no era posible estar ni demasiado gorda ni demasiado delgada. Orando desde este punto de vista, entendí que el nivel de mi actividad física no podía basarse en recomendaciones o requerimientos humanos. Me di cuenta de que por ser la expresión vital y bienamada de Dios, naturalmente ocupaba un lugar que era la manifestación perfecta del orden divino, sin esfuerzo, sin que personalmente tuviera que hacer algo para que así fuera.
A medida que realmente comenzaba a comprender la verdad acerca de mi libertad inherente como hija de Dios, recordé otra afirmación de la Sra. Eddy de Ciencia y Salud: “No podemos sondear la naturaleza y cualidad de la creación de Dios sumergiéndonos en los bajíos de la creencia mortal. Tenemos que dar vuelta a nuestros débiles aleteos — nuestros esfuerzos por encontrar vida y verdad en la materia — y elevarnos por encima del testimonio de los sentidos materiales, por encima de lo mortal, hacia la idea inmortal de Dios. Esas vistas más claras y elevadas inspiran al hombre de cualidades divinas a alcanzar el centro y la circunferencia absolutos de su ser”.Ibid.
De pronto esta metáfora, “sumergiéndonos en los bajíos de la creencia mortal”, me causó mucha gracia. Sentí gozosa gratitud por haber sido guiada a pensar en profundidad sobre esto. También me di cuenta de que adquiría una sólida confianza, basada en lo que asimilaba acerca de mi genuina naturaleza como idea de Dios. De hecho, no me sorprendió del todo cuando la gente dejó de hacer comentarios referentes a mi figura y, en cambio, comenzó a observar cuan feliz y naturalmente extrovertida me veía. Pude también aceptar alegremente estos elogios, sabiendo que eran reconocimientos maravillosos de la acción del Cristo en nuestra vida.
El hecho de que mis hábitos alimenticios, mi peso y mis ejercicios físicos se estabilizaron a un nivel natural y normal, fue tan sólo una pequeña parte de esta curación. Estoy muy agradecida por mi creciente compromiso con la práctica de la Ciencia Cristiana, y lo que está aportando a mi vida. No solo me veo a mí misma sino a todo el mundo desde una perspectiva completamente nueva. Por lo tanto, estoy aprendiendo realmente a amarme a mí misma, no de una manera personal, egotista, sino porque como hija de Dios soy una expresión completa de Su perfección.
El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí,
porque me ungió Jehová;
me ha enviado a predicar
buenas nuevas a los abatidos,
a vendar a los quebrantados de corazón,
a publicar libertad a los cautivos,
y a los presos apertura de la cárcel; . . .
a ordenar que a los afligidos
de Sión se les dé gloria en lugar de ceniza,
óleo de gozo en lugar de luto,
manto de alegría en lugar de espíritu angustiado;
y serán llamados árboles de justicia,
plantío de Jehová; para su gloria.
Isaías 61:1, 3