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Honremos la verdadera esencia del matrimonio

Del número de febrero de 2001 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace Poco, una persona divorciada que conozco me dijo al enterarse de que yo estaba casada: "Yo no tengo el problema de tener que complacer a otra persona; sólo tengo que complacer a Dios". Además, mi hija me comentó que había escuchado decir que con la creciente libertad en los estilos de vida, muy pronto no necesitaríamos del matrimonio. Esos comentarios me hicieron pensar con mayor profundidad en el matrimonio y en su fundamento. Me parece que es esencial que preservemos la verdadera esencia del matrimonio: ese amor desinteresado cuya fuente es Dios y que es el fundamento de un matrimonio sólido.

El matrimonio y la familia son instituciones que apoyan el crecimiento espiritual, nos dan la oportunidad de dejar de lado el egoísmo y nos permiten descubrir el amor desinteresado que pertenece a la verdadera naturaleza espiritual de cada uno de nosotros. Esa clase de desinterés, que ciertamente se puede aprender a expresar aunque no estemos casados, bendice a todos.

En Romanos, Pablo escribe: "No debáis a nadie nada, sino el amaros unos a otros; porque el que ama al prójimo, ha cumplido la ley". Romanos 13:8. 2 Ciencia y Salud, pág. 60. Cumplimos esa ley de amor cuando persistentemente vemos a los miembros de nuestra familia como Cristo Jesús veía al hombre: en su naturaleza perfecta y completa. Si se manifiestan rasgos falsos, no debemos adjudicárselos a nuestros seres queridos, ni pensar mucho en ellos, ni reaccionar. Nuestra tarea es valorar al hombre real, hecho a la imagen y semejanza de Dios, que incluye necesariamente toda cualidad semejante a Dios. El practicar esta regla trae generosidad, amor y armonía dentro de la familia y fuera de ella.

La Sra. Eddy explica claramente una de las formas en que el matrimonio debería bendecirnos cuando escribe: "El matrimonio debiera mejorar la especie humana, convirtiéndose en una barrera contra el vicio, una protección para la mujer, una fuerza para el hombre y un centro para los afectos" (Ciencia y Salud, pág. 60). Al percibir su propósito más elevado, el matrimonio y la familia nos impulsan a sacrificar nuestros propios deseos en bien de los demás miembros de nuestra familia. Entonces es natural comenzar a extender ese desinterés más allá de nuestra familia inmediata.

El crecimiento espiritual puede expresarse de distintas formas en el matrimonio. Mi caso es tan sólo un ejemplo. Al principio, mi esposo y yo encontramos nuestra felicidad en amarnos mutuamente. Luego, cuando llegaron los hijos, conocimos una clase de compromiso aún más profundo: el amor incondicional. Y, a veces muy duramente, aprendí la lección de que la felicidad no procede ni de mi esposo ni de mis hijos, sino que es el resultado natural de mi amor por ellos, y en verdad por toda la humanidad. Aprendí a detectar pensamientos de conmiseración propia, tales como: "¿Por qué debo ser yo la que siempre está dando de sí? ¿Cuándo tendré mi retribución?" Esa clase de pensamientos me identificarían como un mortal con un enorme peso encima. Cuando negué firmemente la legitimidad de esas sugestiones, Dios me guió a conocerme a mí misma como Su semejanza inmortal, que expresa naturalmente el amor que trae gozo y curación.

Cuando nuestro hijo tenía dos años, comencé a sentirme frustrada por tener que quedarme en casa en lugar de ocuparme de mi carrera. En ese momento, me vi nuevamente obligada a crecer espiritualmente. Los medios de comunicación a menudo dan la idea de que el ama de casa vive una vida estéril, mientras que la madre que se dedica plenamente a su carrera es un modelo de realización. A través de la oración percibí la magnitud del trabajo que estaba haciendo en mi casa. Mi amor por mi familia era una expresión de la maternidad y paternidad de Dios. Él me estaba empleando, y al expresar Su amor, yo no podía ser más que bendecida. Con esta comprensión, me sentí totalmente satisfecha. Retomé mi carrera en el momento apropiado y comencé a trabajar en un lugar que me permitía estar con mis hijos luego de la escuela. La profunda realización espiritual que descubrí durante esos primeros años me llevó a desempeñar tareas voluntarias en nuestra comunidad. Y permaneció conmigo cuando, en beneficio de la educación de los niños, nos mudamos a más de dos mil kilómetros de distancia, dejando la hermosa casa que nosotros mismos habíamos construido, para irnos a vivir a una pequeña cabaña situada en el predio de una escuela privada. Aquélla fue una maravillosa experiencia para toda la familia, rica en oportunidades para dar y compartir.

El desinterés, es decir, la cualidad que Jesús enseñó de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, es una guía infalible a través de los desafíos de la vida familiar. El dar desinteresadamente tiene su propia recompensa, pues nos permite encontrar nuestro propio bien al beneficiar a otros. El matrimonio y la familia pueden ser elementos de apoyo y fortaleza en las luchas y el progreso que experimentamos al aprender a vivir juntos en armonía.

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