Escena I
Comenzó a caer una fina llovizna y volví adentro de casa para refugiarme. Miré por la ventana el terreno del fondo y me vino a la memoria el trabajo que me había dado limpiar uno de sus rincones unas semanas atrás.
Durante la construcción de la casa, hace unos treinta años, ese rincón se había usado para arrojar desechos, y desde que fui a vivir allí siempre me había preguntado cómo se vería, una vez limpio. Así que un día puse manos a la obra.
Había latas abiertas y vidrios con bordes filosos; trozos de plástico sucio; varas de metal oxidado; papeles de diarios y revistas; piedras y raíces secas. Este montón tenía como metro y medio de alto, ancho y largo, sin contar los desechos que había bajo tierra.
Poco a poco, poniéndolo en bolsas, me fui deshaciendo de ese material para que se lo llevara el camión sanitario. Luego, con una zapa mezclé la tierra con fertilizantes, pasé un rastrillo para alisarla y finalmente dispersé semillas de césped, regándolo todo bien.
Días después, una mañana me asomé por la ventana y vi que habían salido los primeros brotes de césped. La luz del sol, filtrándose a través de los árboles y derramándose sobre las nuevas hojas, había encendido una miríada de velitas de rocío. La restauración de esa parcela fue tal que no quedó ni la sombra de lo que había sido antes. Nadie podría decir que alguna vez hubo allí un rincón de desperdicios.
¿Puede alguien que haya desperdiciado oportunidades restaurar completamente su vida? Sí. Siempre estamos a tiempo para reencontrar nuestro propósito en la vida.
Cristo Jesús indica este camino de restauración. En una de sus historias, conocida como la parábola del hijo pródigo, relata que el hijo de una familia noble decide irse lejos, pero antes le pide al padre la parte de la herencia que le correspondía. Después de haber desperdiciado todo, "viviendo perdidamente", el hijo reconoce que su actitud había estado equivocada y regresa arrepentido. Cuando el padre lo ve venir de lejos, corre a darle la bienvenida, lo abraza y lo besa. No hay preguntas ni reproches, sólo amor incondicional. Y en prueba de ello le da el mejor vestido, un anillo y calzado. Véase Lucas 15:11.
El vestido — un símbolo de honor — estaba reservado en la vida en sociedad para el invitado más distinguido. En este caso también representa el perdón de Dios. El anillo significaba que el hijo nunca había perdido su herencia. Y el calzado era un símbolo de la relación que el padre no había dejado de tener con su hijo: una relación padre-hijo que le otorgaba libertad (muy diferente de la relación de un amo con sus esclavos, quienes andaban descalzos). Véase The Interpreter's Bible, volúmen 8, pág. 276. Estos tres elementos le son restituidos al hijo inmediatamente después de su arribo al hogar.
El amor del padre era tan grande que no podía quedarse esperando en la puerta. Salió a recibir a su hijo ni bien lo vio venir de lejos. La actitud de ese padre ilustra el gran amor de Dios por Sus hijos — por usted y los que lo rodean — y Su total disposición para revestirnos de dignidad, otorgarnos nuestra herencia y liberarnos de limitaciones. Todos podemos contar con ese Padre y ese lugar aquí y ahora. Ese Padre es Dios, nuestro Padre-Madre, que ahora y siempre nos considera hijos Suyos y no pierde de vista que somos Su imagen y semejanza espiritual. Y ese lugar, allí donde Él nos hace saber esto, es nuestro corazón, el terreno fértil donde las promesas se concretan.
Escena II
Me asomé por la ventana y me envolvió el aroma de tierra y césped mojado. La lluvia, tecleando sordas melodías sobre el terreno, haría que el césped creciera más fuerte y que la promesa que encerraba esa parcela renovada alcanzara todo su potencial. Y me pregunté si al renovarnos, ¿no hacemos posible que se cumpla en nosotros la promesa de la parábola del hijo pródigo?
Pablo tiene una idea clara en cuanto al camino a tomar para reencaminar nuestra vida. Él habla en la Biblia de la necesidad de despojarnos "del viejo hombre que está viciado conforme a los deseos engañosos". Y agrega: "Renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad".3 Además dice: "Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas". Efesios 4: 22-24.
Nunca es tarde para volver a empezar y para reencaminarnos en una dirección provechosa. Sobre todo si tenemos en cuenta que se abre ante nosotros la posibilidad de que todas las cosas sean "hechas nuevas": de que mejore nuestro carácter, que podamos aspirar a nuevas oportunidades, que podamos fortalecer nuestra salud, que podamos superar dificultades económicas, que nuestra amistad con los demás tenga una base más sólida y duradera, y que dejemos atrás el bagage de autocondenación. ¿No es esto lo que le ocurrió al hijo pródigo cuando recibió su vestido, su anillo y su calzado? Empezó a recoger los frutos de su madurez espiritual, pues había cesado la tormenta de ambición que lo arrastrara al desperdicio.
Escena III
Por fin cesó la primera tormenta de otoño. El viento había jugado con las hojas de los árboles y las había esparcido caprichosamente por todo el terreno. Cuando salí al fondo para recogerlas (al césped le gusta estar en contacto directo con el sol y el agua) vi una vez más que el césped requiere de una continua atención. Tal vez algo similar ocurre con nuestros deseos de mejorar. La oración, el estudio de la Biblia y de Ciencia y Salud, la práctica de las ideas que recogemos de este estudio, todo esto nos hace progresar. Y la perseverancia nos ayuda a multiplicar los frutos que vamos obteniendo en el camino, pues las primeras vislumbres del amor liberador de Dios y las primeras curaciones por medios espirituales son sólo un comienzo. "Es el esforzarnos lo que nos capacita para entrar. Los progresos espirituales abren la puerta a una comprensión más elevada de la Vida divina". 1 Corintios 5:17. ¿No vale la pena continuar con esta tarea que nos lleva a realizar nuestro potencial? La recompensa es inmensa.
