En Ciencia y Salud, Mary Baker Eddy dedica todo un capítulo — “La Práctica de la Ciencia Cristiana” — a explicar la manera correcta de sanar por medio de esta Ciencia. Por extraño que parezca, ella no comienza ese capítulo con una fuerte dosis de razonamiento metafísico. Comienza haciendo referencia al relato bíblico de una mujer, a quien se ha llamado María Magdalena, y a la manera en que busca obtener de Cristo Jesús el perdón de sus pecados. Leemos: “¿Desdeñó Jesús a la mujer? ¿Rechazó su adoración? ¡No! La miró con compasión”. Más adelante, la Sra. Eddy señala que Jesús no dudó en reprender la justificación propia de Simón y de los otros presentes. Escribe: “¿Buscan los Científicos Cristianos la Verdad como Simón buscó al Salvador, mediante el tradicionalismo material y por homenaje personal?... Si los Científicos Cristianos son como Simón, habrá que decir de ellos también que poco aman”.Ciencia y Salud, pág. 363 y 364.
La Sra. Eddy comienza entonces ese capítulo con una lección de amor y la idea de la compasión. Pero, ¿qué es la compasión? La compasión es una cualidad que deriva de Dios, el Amor divino. Es la evidencia del Cristo Salvador, la Verdad, presente en la conciencia humana. Procede del corazón mismo del Amor, está apoyada por la inocencia y la pureza espirituales y se nutre de ellas. A diferencia de la solidaridad humana, que acepta como verdadero el cuadro que los sentidos materiales presentan, la compasión divina es capaz de abrazar y bendecir a los necesitados, sin mesmerizarse ante la falsa evidencia de los sentidos físicos. La verdadera compasión nos permite comprender lo que otra persona está sintiendo o enfrentando, sin aceptar la situación como una realidad. Tal compasión cristiana demuestra la coincidencia de lo humano con lo divino, y nos permite satisfacer la necesidad humana sin perder de vista la realidad espiritual. Es una cualidad sublime, porque siempre alcanza al prójimo en el punto en el que parece estar, y nos ayuda a la vez a ver y probar dónde realmente está, y siempre ha estado, o sea, en el amor de Dios.
Para poder ayudar al prójimo necesitamos expresar la compasión que tuvo Cristo
La verdadera compasión está siempre lista para perdonar, es siempre paciente con las faltas propias o ajenas (aunque jamás las ignora o justifica), y es por siempre tierna. Es esencial para la curación, y tratar de sanar sin ella es como tratar de volar en un avión sin alas. No puede hacerse.
La compasión manifiesta el amor del Amor divino. Su suave brisa bendice la tierra, susurrando la misericordia de Dios. La compasión alcanza y consuela a los corazones quebrantados. La vemos expresada en los socorristas que llevan alimentos a un área azotada por el hambre, o dan abrigo a las víctimas de un terremoto u otros desastres naturales.
La compasión que expresa al Amor divino no tiene favoritos. Alcanza lo inalcanzable y prueba que “para Dios todo es posible”. Mateo 19:26. No hay nadie, por equivocado o distorsionado que sea su sentido de identidad, por cruel o injusto que sea el ámbito que lo rodee, que no pueda en este mismo momento sentir el amor compasivo de Dios. Ya sea que nos sintamos agobiados por el sufrimiento físico, derrotados por un sentido de fracaso o soledad, o que estemos detrás de las rejas de una prisión en la más profunda desesperación, el amor de Dios está presente para consolarnos y despertar nuestro sentido espiritual. Incluso el intento vacilante y dubitativo de acudir a la presencia del Amor divino, puede comenzar a despertarnos, y una completa sumisión a él puede elevarnos completamente por encima del alcance de la ira humana.
En su ministerio sanador, Cristo Jesús enfrentó muchas situaciones aparentemente desesperadas. Consideremos una curación que cita la Biblia. Un leproso se acercó a Jesús y le dijo: “Si quieres, puedes limpiarme”. La Biblia nos dice: “Y Jesús, teniendo misericordia de él, extendió la mano y le tocó, y le dijo: Quiero, sé limpio. Y así que él hubo hablado, al instante la lepra se fue de aquél, y quedó limpio”. Marcos 1:40—42.
¿Se ha preguntado alguna vez por qué Jesús tocó al leproso, puesto que el contacto físico no era necesario para la curación? Quizás Jesús estaba demostrando su desprecio por la creencia predominante de que la lepra era una enfermedad contagiosa, o quizás tuviera otros motivos.
Piense cómo se debe haber sentido ese hombre. Tenía una enfermedad que, excepto para quienes estaban en las mismas condiciones, hacía que todo el mundo lo evitara. Era un paria, un marginado, que vivía casi sin esperanza.
Entonces, aparece un hombre que no le teme, que no huye de él, y que cambia su vida totalmente. ¿Podemos expresar con palabras lo que el leproso debe de haber sentido cuando Jesús, radiante del amor de Dios, lleno de la compasión del Cristo, extendió su mano para tocarlo? No, no podemos. Nos faltan palabras. A lo sumo, podemos cerrar los ojos e imaginarnos el gozo indescriptible y el asombro que sintió ese hombre cuando Jesús extendió su mano. Al tocar al leproso mientras lo sanaba, Jesús ilustró la magnitud de su amor. Hizo lo que nadie, ni siquiera quizás sus propios discípulos, hubieran hecho. Tocó lo intocable. Para Jesús — que amaba como nadie lo había hecho antes — esa actitud era normal y natural. Él tuvo para con el leproso la misma compasión cristiana que había tenido con María Magdalena.
Ésa es la naturaleza del Amor divino. Sana. Siempre satisface la necesidad humana. Nos alcanza y bendice en el punto en el que parecemos estar, sin volverse humano, sino permaneciendo divino. El que ama con compasión es capaz de estar cada vez más consciente de la omnipresencia del Amor divino y de su poder para sanar, para satisfacer la necesidad humana. La compasión pone nuestro pensamiento en línea con la omnipotencia y omnipresencia del Amor divino.
Si miramos el mundo de hoy, vemos muchas de las situaciones desesperadas que Jesús vio. Por ejemplo, en Rusia hay actualmente millones de niños sin hogar. Aun en los países occidentales hay niños que viven en barrios pobres, víctimas frecuentes de hogares destruidos, a menudo sin conocer a su padre, y rodeados por una cultura de la droga que amenaza con devorarlos. Como sustituto del amor familiar del que carecen, muchos se unen a pandillas callejeras, protagonistas de violentos enfrentamientos. Otros sucumben a la inmoralidad, tan sólo para encontrar promesas vacías o quizás un resultado aun más trágico. En los noticieros vemos a los refugiados que huyen de los terribles combates étnicos y tribales. ¿Están esas personas fuera de nuestro alcance? ¿Cómo las ayudamos?
Una buena forma de empezar es saber cada día que en la creación espiritual de Dios, no hay personas inalcanzables, ni nadie que esté fuera del alcance del amor de Dios. Pero para que nuestro trabajo tenga éxito, debemos ir más allá de las palabras o de la repetición superficial de verdades espirituales. Para sanar los problemas crónicos y agudos de nuestro tiempo, necesitamos el amor que Jesús tenía, la compasión del Cristo.
Esa compasión no conoce barreras. El pensamiento claro y puro de quien ve al hombre como Dios lo hizo, como la expresión inocente del Espíritu, no sepultado en el sentido corpóreo y material, puede sanar. Esa clase de pensamiento puede alcanzar aun a aquellos a quienes quizás no se haya dirigido específicamente. Quienes son perseguidos injustamente por razones políticas u otros delitos pueden encontrar esperanza y ser bendecidos mediante las oraciones de quienes abrazan al mundo con compasión y amor.
El siguiente relato demuestra el efecto sanador de la compasión en su sentido más amplio. Una mañana, una mujer fue a visitar a su hija, que estaba en el hospital. Los médicos le dijeron que su hija se estaba muriendo de una enfermedad incurable. Le dijeron que lo lamentaban, pero que habían hecho todo lo posible.
La mujer, desesperada, salió del hospital y comenzó a caminar sin rumbo, pidiéndole a Dios que la ayudara. Mientras esperaba en una esquina que el semáforo cambiara, sin darse cuenta de lo que hacía, se volvió a un hombre parado a su lado y le dijo en voz alta: “Dios mío, ¿qué voy a hacer? Acabo de estar en el hospital, y los médicos me dijeron que a mi hija le queda poco tiempo de vida”. El hombre sonrió y le dijo: “Señora, creo que Dios la ha enviado a mí para que la ayude. Aquí tiene mi tarjeta. Por favor, llámeme a este número más tarde”.
Aquel hombre resultó ser un practicista y maestro de la Christain Science. A través de él, la mujer encontró esta Ciencia y su hija pudo salir del hospital y ser sanada mediante el tratamiento en la Christian Science. ¿Qué llevó a aquella madre a encontrar a ese practicista? Dios la guió. Y la compasión del practicista le atrajo, llegó a su pensamiento y la impulsó a hablarle. ¿No fue esa misma compasión, derivada de la clara visión de que el hombre es la semejanza de Dios, la atrajo a María Magdalena, al leproso, y a tantos otros hacia Jesús, en busca de curación? Así es la naturaleza del Cristo. Expresa todo el poder del Amor divino, y no hay oscuridad que pueda resistir su luz.
