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Yo sé quién eres

Del número de junio de 2001 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Ocurrió Una Mañana fría de otoño, muy temprano. Era domingo, y las calles estaban prácticamente vacías. Mas a mí me embargaba una agradable sensación de paz. Siempre que salgo pienso que Dios está conmigo dondequiera que voy. Eso me hace sentir acompañada, segura y confiada.

Me detuve en una esquina para tomar el microbús, cuando de pronto se me presentó un hombre de aspecto nada agradable, quien me abordó de frente, y presionándome el brazo me dijo: — Deme dinero, quiero dinero.

Yo me estremecí, y sin abrir los labios pensé inmediatamente, “Padre mío, ayúdame”. Y el hombre me forcejeaba para quitarme la cartera.

Entonces le dije: — No, usted no puede hacer eso conmigo. No lo haga.

Él me respondió: — Y, ¿por qué no? Usted no sabe quién soy yo, no me conoce.

Eso fue suficiente para que las palabras brotaran de mi boca. Sí, yo sé quién eres. Yo te conozco. Tú eres el hijo amado de Dios Un hijo correcto, un hijo que es bondadoso, que es honesto, por eso es que no puedes hacer esto. Tú no conoces el Padre que tienes; tu Padre es el mismo Padre que yo tengo. Por eso no puedes hacerme daño, ni tampoco te puedes hacer daño a ti mismo.

Se quedó mirándome y sus manos fueron sintiéndose más débiles en mi brazo. No, ya no me presionaba tanto. Y siguió mirándome, atento a lo que yo le decía. Entonces continué hablándole, diciéndole que no debería hacer eso porque él no sabía, no conocía el Padre que tenía, que es rico, que tiene una fuente inagotable de riquezas para Sus hijos. Por ello el hijo de Dios no carece de nada.

De pronto el hombre, con los ojos llenos de lágrimas me dijo: — Nadie nunca me dijo eso.

Su respuesta me llenó de mucha ternura, de amor, de misericordia, y le dije con la misma calma: — No, hijo. Conoce a Dios porque Él es tu Padre, nuestro Padre, el Padre de todos. No hagas daño.

Soltó su mano de mi brazo, se quedó con la cabeza gacha, y me dijo que él no acostumbraba hacer esas cosas. Que era la primera vez. Y yo aproveché y le di un folletito que tenía en mi cartera, que habla sobre el hijo verdadero de Dios y el amor que Dios tiene por Sus hijos.

A lo que me dijo: — Gracias señora, le agradezco, porque nunca jamás había yo escuchado esas palabras — . Y se fue casi llorando.

Nunca más lo volví a ver, pero estoy segura de que su vida ya no es la misma.

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