El conflicto del Medio Oriente del cual hablaremos, estalló un jueves alrededor de las siete de la noche. La buena noticia es que terminó seis días después. El proceso de paz nunca apareció en los noticiarios o en la primera plana de los periódicos; pero, dado que el incidente es similar a muchos otros, tanto en su origen como en su resolución, puede ser muy útil analizar algunos detalles del mismo.
Un Grupo de 12 jóvenes, formado por estudiantes de enseñanza media superior, universitarios y también profesionales, se reúne para aprender sueco en una escuela nocturna de Berlín. El joven maestro, que es de Estocolmo, pide a los participantes que se presenten y digan brevemente por qué están tomando el curso. Los once participantes que somos de Berlín, hablamos con mayor o menor detalle sobre las razones que nos han llevado a tomar el curso. El último en hablar es Yourif; él es palestino, de la Franja de Gaza, y hace dos años que vive en Alemania. Habla alemán con muchos errores, y difícilmente se le entiende, además, no dice cuáles son los motivos por los que está tomando el curso.
En ese instante surge la tensión. Su apariencia y su manera de hablar no concuerdan con las del resto del grupo. Siento cómo el grupo se vuelve en contra de él, lo ignoran, a veces hacen comentarios hirientes y lo excluyen. La meta común de aprender sueco pasa a segundo término, y reina la división.
Me siento incómodo en esta situación. Por experiencia propia sé que es muy difícil aprender una lengua extranjera en otro país, donde el idioma en que se da la clase no es la lengua materna de uno. El estímulo, la paciencia y la comprensión del maestro son muy importantes, así como la comunicación con los compañeros de clase. Pero aquí hay animadversión, existe rechazo abierto y velado (que a veces es peor). Quiero orar, porque cuando lo hago, frecuentemente me vienen al pensamiento ideas novedosas capaces por sí solas de cambiar situaciones.
Pero en lugar de recurrir a Dios en oración, simplemente me siento indignado. Mi indignación por la actitud de la mayoría de los alumnos se combina con mi esfuerzo de identificarme con el palestino. ¿Debo decir algo? No se me ocurre nada, y me siento desalentado.
El receso finalmente llega, y salgo al vestíbulo, donde veo que la mayoría de mis compañeros están reunidos en un solo grupo. Puedo oír fragmentos de su conversación, en los que se afirman mutuamente que ellos son los “buenos”, y que no hay ninguna razón para incluir al extranjero en la clase.
El receso pasa más rápido de lo que pienso, y aún no he encontrado las palabras correctas para decir algo que pudiera poner de manifiesto nuestra universalidad. Todos entran al salón de clase y se sientan en su lugar, pero yo sigo el impulso interior de sentarme junto a Yourif, con la certeza de que estoy haciendo lo correcto.
En un instante, también yo soy discriminado. Siento que a los ojos de los demás me he convertido en un palestino. Soy rechazado y visto con hostilidad, como Yourif. Ya no entro en la categoría de lo que sería aceptable para ellos; soy un extranjero, quizá me vean incluso como una amenaza.
En los siguientes días, oro mucho; con esto quiero decir que pienso en la manera en que Dios, que es Amor y Principio, me conoce a mí y a todos. Basándome en la Biblia, me es claro que Dios no conoce gente “buena” o “mala”. Y — esto me causa gracia — Él no hace que una buena persona se convierta en mala sólo porque se haya sentado en otro lugar en la clase de sueco.
Puedo ver claramente que discriminar y excluir son actitudes mentales. Se supone que Yourif debe ser excluido de un aprendizaje armonioso y tranquilo debido a su lugar de nacimiento, su forma de hablar y por no decir la razón por la que quiere aprender sueco. Yo he cumplido con todos los requisitos para llevarme bien y sentirme a gusto en el grupo; pero ahora estoy excluido, convertido en enemigo, según mis compañeros. Sin embargo, realmente no hay condiciones objetivas para pertenecer a un determinado grupo. La discriminación existe, o no, dependiendo de la apertura, el amor fraternal, la tolerancia, y el respeto que cada persona exprese.
Durante los siguientes días de clase no hay cambio en la atmósfera del salón, pero las ideas sobre nuestra herencia común se están formando en mi pensamiento y, ciertamente, las manifestaré en algún momento.
En el sexto día del curso finalmente llega la oportunidad. La primera frase que puedo pronunciar en sueco es: “Yo soy palestino”. La reacción de los demás es asombrosa: todos comienzan a reirse con ganas, y el odio desaparece de sus rostros. Claro que todos saben que esta frase tiene relación con la declaración del presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, quien, hace muchos años, frente a un millón de personas, expresó el apoyo a Berlín por parte del gobierno norteamericano, diciendo: “Yo soy berlinés”.
Yourif y yo también nos reímos, de pura gratitud y felicidad. Entonces el maestro de sueco me pregunta por qué he permanecido del lado de Yourif con tanta persistencia. Y esto es lo que brota de mi boca: “Dios creó a cada persona a Su imagen y semejanza, como dice la Biblia. La unidad, y no la división, es lo que caracteriza el pensamiento de la humanidad. Los prejuicios separan, mientras que la oración une. San Pablo tuvo un claro concepto de lo poco que importan las diferencias, cuando en la Biblia manifestó lo siguiente: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Gálatas 3:28.
Con mis propias palabras cito una declaración del libro Ciencia y Salud que dice: “Un solo Dios infinito, el bien, unifica a los hombres y a las naciones; constituye la hermandad del hombre; pone fin a las guerras; cumple el mandato de las Escrituras: ‘Amarás a tu prójimo, como a ti mismo’; aniquila a la idolatría pagana y a la cristiana — todo lo que es injusto en los códigos sociales, civiles, criminales, políticos y religiosos; establece la igualdad de los sexos; anula la maldición que pesa sobre el hombre, y no deja nada que pueda pecar, sufrir, ser castigado o destruido”.Ciencia y Salud, pág. 340.
Toda la tensión se ha desvanecido. El pasado ya no importa, y se manifiesta una nueva forma de cooperación y genuina universalidad. Seis días después del inicio del conflicto, todos los estudiantes en la clase se despiden de Yourif con un abrazo. Ahora reina la paz.
Este triunfo de la reconciliación, ¿no debería estar acaso en la primera plana de los diarios?