Cuando empecé mis prácticas en el salón de primer grado, de inmediato percibí la pureza y espiritualidad de los niños. Su creatividad y amor — que vienen de Dios — hicieron que me resultara fácil verlas también en mí. Comprendí que yo era hija de Dios y que como tal no podía perder mi perfección.
No obstante, en la clase había una niña que tenía necesidades especiales. Un día, durante el recreo, corrió y se escondió después de pelearse con otra niña, pero la encontramos antes de que terminara el recreo. Mientras los alumnos entraban al salón, la maestra me dijo que a la niña le iban a realizar un examen neurológico, y que sospechaban que ese comportamiento era la consecuencia de sufrir abuso sexual.
Me afectó tanto esta información, que me excusé para estar a solas un momento. Sentí la urgente necesidad de llevarla conmigo a casa, para que conociera un ambiente amoroso, un concepto sano de hogar y amor. No obstante muy pronto reconocí que ese impulso no era la solución. Aunque era buena mi intención de querer mostrarle amor a la niña, aceptar mi análisis inicial sería también aceptar que la niña había sido como programada humanamente para sufrir determinada situación, y debía pasar por un proceso de desprogramación para restaurar su conciencia. Pero esto no es verdad acerca del linaje de Dios. El hijo de Dios permanece intacto ante el mal, y siempre es íntegro y puro; ésta es la verdad de su identidad. Su experiencia como hija de Dios no había sufrido ningún proceso sicológico. El único poder en su vida había sido, y es, Dios, y Él sólo tiene amor por ella y por todos Sus hijos.
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