Eran cerca de las siete y media de la noche del 20 de septiembre de 1985, cuando nuestro departamento, en un cuarto piso, en la ciudad de México, comenzó a sacudirse con fuerza. Sentí como un dolor fuerte en el pecho y me di cuenta de que tenía miedo. Las imágenes del día anterior que había visto en la televisión tras el devastador terremoto que habíamos sufrido, acudieron de inmediato a mi mente. Pensé en lo que, de acuerdo con las instrucciones impartidas por las autoridades, teníamos que hacer. Pero de pronto, con una hermosa sonrisa en los labios mi hijo de 8 años comenzó a cantar un himno que había aprendido en la Escuela Dominical. No, no era cualquier himno, sino uno que afirmaba con toda certeza la omnipresencia y omnipotencia de Dios. Uno que hablaba con convicción de que el Padre con Su amor infinito siempre protege a todos Sus hijos. Mi pequeña de tres años enseguida se unió a su hermano también con una sonrisa. Y la cosa más maravillosa ocurrió... gracias a la pureza, inocencia y firmeza espiritual de esos dos pequeños, el temor que me embargaba desapareció, y el temblor, que fue de 7.5 en la escala de Richter, cesó.
Con los ojos inocentes de antaño.
Cuántas lecciones podemos aprender de los niños. Su risa fácil y sincera, su alegría contagiosa, su inteligencia, su honestidad, su potencial. Y está en nosotros, los adultos, lograr que ellos conserven esas cualidades y lleguen a ser ciudadanos buenos y felices, útiles para la sociedad.
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