Luego de una separación matrimonial, mis hijos adolescentes y yo nos vimos frente a una situación económica muy difícil, incluso el desalojo de la vivienda que alquilábamos. Esto me obligó a buscar trabajo.
Si bien yo era enfermera universitaria, por mi edad se me hacía muy arduo el ingreso a una institución médica. Por otra parte, tenía la convicción de que ésa no era la actividad para esta etapa de mi vida. Razonando qué otra cosa sabía hacer, sólo venían a mi pensamiento mis actividades como mamá y administradora de un hogar, pero yo estaba orando para ver la solución que, estaba segura, Dios tendría para mis problemas.
Un día, recibí una llamada de una amiga que me preguntó si estaba dispuesta a trabajar en una fundación sin fines de lucro que tenía a su cargo un hogar de ancianos. Le respondí afirmativamente y concurrí a la entrevista con la comisión administrativa de dicho hogar con mi título universitario, pero para sorpresa mía, a los integrantes de esta comisión no les interesó demasiado mi profesión. Ellos buscaban una ecónoma que reuniera condiciones de mamá y amiga y a quien los ancianos residentes pudieran contar sus problemas, y consideraron la circunstancia de que fuera enfermera como un hecho que podría ser útil pero no fundamental. En este hogar trabajé durante tres años en una etapa que fue de desarrollo para mí.
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