Todos sabemos cómo los niños hacen sonar la alarma cuando detectan una injusticia. “¿Por que le das a ella dos galletitas y a mí una sola?” Ya desde muy pequeños se ve que hay esa demanda interior que clama por justicia, y respondemos a ella. Y esa demanda no desaparece cuando llegamos a la edad adulta.
La justicia ha sido el tema central de una serie de artículos que aparecieron en esta revista durante los últimos seis meses, relatando historias muy inspiradoras de hombres y mujeres que enfrentaron alguna forma de injusticia, y se han rebelado contra ella. Hemos visto cómo respondieron a ese llamado — a veces a través de canales muy convencionales — y siempre con una profunda confianza en que Dios haría que todo saliera bien.
Dicha confianza, como sugiere la historia, está bien fundamentada. Sucesos ocurridos en los tiempos del Antiguo Testamento — tal como la historia de José, un hombre misericordioso, humilde e inocente que amaba a Dios, y que pasó de ser arrojado a una cisterna, a estar a cargo de un palacio — dan prueba del poder que tiene la justicia divina para corregir delitos atroces. Con la ayuda de Dios, la Biblia nos recuerda que las partes “culpables” han demostrado ser inocentes después de todo.
Todo ello nos trae de vuelta al enfoque de este mes: cómo aplicar la justicia en cuestiones de salud.
A veces puede que nos sintamos resignados frente al dolor o a la enfermedad. Llamémoslo ceder a una “sentencia” de mala salud, al igual que alguien durante un juicio cede a un veredicto de culpabilidad y es sentenciado. Es muy fácil concluir: “Simplemente miren la evidencia”, como si fuésemos fiscales en el proceso. “Estuvo expuesto a cierta enfermedad”. “Hay precedentes de ese mal en su familia”. “La edad avanzada cobra otra víctima”. La evidencia física puede parecer muy convincente.
Cuando terminamos de someternos a este proceso de pensamiento autocondenatorio, el peso de la convicción de estar destinados a sufrir ya inclinó la balanza a su favor. Y tal como lo descubrió una pionera en las artes y ciencias de la curación espiritual del siglo XIX, esta convicción pesa en contra de nuestra capacidad para sentirnos bien.
En su obra principal sobre la curación espiritual, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras, Mary Baker Eddy explica cómo revertir esa convicción: “Vuestra influencia para bien depende del peso que echéis en el platillo correcto de la balanza. El bien que hacéis e incorporáis os da el único poder obtenible” (pág. 192). Hablando con la experiencia de años en la curación, la Sra. Eddy argumenta con mucha persuasión a favor del derecho inherente que tiene el lector a la salud por ser hijo o hija de un Creador totalmente bueno, que es una de las piedras angulares de la enseñanza cristiana. Ella presenta hechos y argumentos para investir de autoridad al lector para que pueda así vencer toda “sentencia” injusta de sufrimiento. Esto lo hace con la convicción de un abogado que sabe e intenta demostrar más allá de toda duda que su cliente es inocente.
En Ciencia y Salud hay una alegoría que ilustra esto. Un hombre es llevado “a juicio” por violar ciertas leyes de la salud. En un estilo similar a un proceso judicial, se presentan los argumentos para justificar su sufrimiento debido a la enfermedad. Los alegatos son muy conocidos: demasiado trabajo, falta de cuidado en las comidas y en las horas de descanso; contacto con alguien que estaba enfermo; síntomas físicos de origen dudoso son ignorados.
La semejanza de la creación con su Creador jamás ha cambiado ni cambiará.
Después de un período de tiempo se ve claramente que en este juicio se va a escuchar sólo un lado del caso. Sólo se admite la evidencia física; que es como decirle al lector que vivimos en una cultura en la que, cuando de asuntos de salud se trata, sólo lo que se ve, oye y siente con los sentidos físicos se considera digno de atención en lo que se refiere a la salud. El juicio termina cuando el hombre es sentenciado a sufrir. En otras palabras, se considera que su enfermedad es justificada porque no hizo ni dejó de hacer lo que requiere un estilo de vida saludable. Caso cerrado.
Pero la historia no termina allí.
Cuando parece que todo está perdido, la verdad espiritual se abre paso entre la desesperación del hombre y declara que su bienestar es inherente a su ser porque él es la semejanza de Dios.
De pronto surgen nuevos hechos sorprendentes que considerar. El mensaje de Dios, de la Verdad, es que el hombre es tan sano, tan naturalmente bueno, tan espiritual, tan saludable, como Dios lo ha hecho. Esta semejanza de la creación con su Creador jamás ha cambiado ni cambiará. Contrario a lo que se piensa convencionalmente, la materia no es la fuente ni el corruptor de la vida o la salud del hombre.
Ante estos nuevos hechos, el peso de las convicciones del hombre cambia la inclinación de la balanza. El “juicio” al que él mismo se ha sometido, fue un proceso mental injusto. El veredicto de culpabilidad que ha aceptado no era la última palabra. Una sentencia de sufrimiento no tiene justificación alguna.
La historia culmina con un giro de 180 grados en la convicción del hombre. Se da cuenta de que no es culpable. Junto con esta liberada condición mental, su condición física vuelve a la normalidad.
Pero no se trata de contar una buena historia donde se combinan la justicia y la salud. Se trata de que la unión de la justicia y la salud es real, poderosa y benéfica. Nos puede hacer pasar de una sensación de impotencia a sentirnos investidos de autoridad, de la desesperación a la inspiración, y de la enfermedad a la salud. Los lectores tendrán así el valor para ponerse firmes, tomar el control de sus pensamientos y sentimientos, aceptar seriamente lo que Dios nos está indicando a todos sobre el bienestar permanente de Su creación, y reclamar su derecho a tener una vida saludable, que es otorgado por Dios. Nada puede ser más justo que eso.