Era la primera semana en mi nuevo puesto en una empresa de tecnología. Salí de una reunión con un cliente y me dirigí en el automóvil de regreso a mi oficina bajo una lluvia torrencial. De pronto, cuando en una esquina giré hacia la izquierda, un auto que venía de frente no se detuvo ante la luz roja que tenía en su carril y chocó contra la puerta delantera del lado del acompañante. El impacto fue tan fuerte que hizo que el vehículo girara casi 360 grados y se volcara de lado. Aunque yo tenía puesto el cinturón de seguridad, fui arrojada contra la ventanilla del acompañante.
Quedé inconsciente por un tiempo. Recuerdo que recuperé la conciencia cuando estaba en la camilla de una ambulancia, porque sentí las gotas de lluvia en la cara. Escuché a los paramédicos que me decían que tenía suerte de estar viva, y que tenía muchos huesos rotos. Me aseguraron que no me preocupara porque había un hospital del otro lado de la calle.
Primero pensé en mi auto. Luego pensé en mi traje nuevo, ¡confiaba en que no me lo hubiesen dañado cuando me pusieron en la camilla! Y me preocupaba poder cumplir con mi trabajo en la oficina ya que era miércoles, mi tercer día en el empleo. Mientras todos estos pensamientos se agolpaban en mi cabeza, me acordé de esta declaración de Mary Baker Eddy que me sabía de memoria: “No hay vida, verdad, inteligencia ni sustancia en la materia. Todo es Mente infinita y su manifestación infinita, porque Dios es Todo-en-todo” (Ciencia y Salud, pág. 468). Inmediatamente sentí una sensación de afecto y de protección divina.
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