Durante los primeros meses de mi segundo año del bachillerato, comencé a tener una relación más estrecha con un chico. No sabía si me gustaba él o si lo que me gustaba era el hecho de que estaba en el último grado y estar con él me hacía sentir bien conmigo misma. Sin embargo, para cuando llegó la semana de los exámenes finales era un hecho que éramos novios y yo estaba muy entusiasmada.
Una noche, después de un partido de básquetbol, él quiso que pasáramos un tiempo juntos, pero algo me decía que me fuera derecho a casa. Ignoré mi intuición y dije que sería divertido pasarla juntos una última vez antes de las vacaciones de Navidad.
Pero no fue divertido. Él empezó a pedirme que hiciera cosas con las que yo no me sentía a gusto. Me tocaba en lugares que yo no quería que me tocara, y aunque trataba de apartarle las manos, volvía a tocarme. Incluso fue tan lejos como hacerme poner mis manos en partes de su cuerpo, lo que me hizo sentir muy incómoda.
Yo continuaba diciendo que no, pero él seguía diciendo cosas como: “Lo siento, pero eres tan hermosa”. Y “Me voy mañana; ¿no puedes hacer esto por mí?”. Acepté a regañadientes y me dije a mí misma que estaba bien porque por lo menos no pasaría de allí.
Más tarde, cuando manejaba de regreso a casa, me embargó un sentimiento de vergüenza y pérdida de respeto por mí misma, y comencé a llorar incontrolablemente. Detuve el auto a un costado de la carretera y me sentí abrumada por la culpa: Yo era culpable por haber dicho que sí. Mi mamá me había enseñado a mantenerme firme en mis respuestas, y yo no lo había hecho. También empecé a odiar al chico por la forma en que me había manipulado.
Cuando me sentí bien como para volver a manejar, entré en la carretera y me apuré a llegar a casa. Me fui directamente a mi habitación para que mis padres no me hicieran preguntas. Todavía estaba disgustada, así que me sorprendí cuando allí, acostada en la cama, de pronto sentí una gran calma. Me recordó de tal manera la presencia de Dios, que comencé a expresar gratitud. Me sentí tan agradecida por toda la gente que hay en mi vida que me quiere pase lo que pase: mi mamá y mi papá, mis amigos, mis hermanos. Pensar en todo este amor me dio la seguridad de que Dios todavía estaba conmigo y me ayudó a dormirme.
Sin embargo, al día siguiente, me sentía enferma cada vez que pensaba en lo que había ocurrido la noche anterior. Decidí contárselo a mi mejor amiga y ella me recordó que nada de eso era mi culpa. Había dicho que no, pero él no había respetado los límites que yo había impuesto.
Ella también me alentó a perdonarlo. Asisto a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana donde aprendí que el perdón es muy poderoso, así que tomé esto muy en serio. Sabía que lo que había hecho ese chico estaba mal y no había excusa para sus acciones pero pensé que algún día, de alguna manera, él se sentiría responsable de lo que había hecho.
No obstante, yo también sabía que el perdón nos podía ayudar a los dos, especialmente si estaba basado en una comprensión de nuestra identidad como hijos de Dios. Cuando alguien actúa de una forma desagradable o inapropiada, podría parecer difícil reconocer esa identidad espiritual. Pero ver a los demás y a nosotros mismos como Dios nos ve —como buenos, amorosos, puros y generosos— permite que la verdadera identidad sea más visible. Yo sabía que podía perdonar basándome en esta comprensión espiritual tanto de mi novio como de mí misma.
En el viaje en autobús al juego de básquetbol aquella tarde, empecé a perdonar. Perdoné con todo mi corazón. Al hacerlo, me vino al pensamiento un pasaje de Salmos: “Aunque ande en valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; tu vara y tu cayado me infundirán aliento” (23:4). Me sentí tan reconfortada al saber que Dios estaba allí mismo conmigo, guiándome a través de toda la situación, sin importar lo sombrías que parecían las cosas, o cuán sola me sentía.
De pronto sentí el impulso de contarle al chico lo que yo estaba pensando. Aunque había roto con él y fui honesta respecto a cómo sus acciones me habían herido, también le dije que lo perdonaba.
Después de eso, no hablamos durante las vacaciones ni en el semestre de primavera. Durante este tiempo continué orando y me sentí cada vez más libre. La culpa y la vergüenza fueron reemplazadas por un sentimiento de paz al comprender que mi inocencia está siempre protegida por Dios. Muy pronto logré olvidar el incidente.
Puesto que teníamos dos clases juntos, con el tiempo decidimos hablar, y él comenzó diciendo que se sentía culpable por haberme hecho hacer algo a lo que yo me había negado con insistencia. Como Dios me había hecho sentir completamente reconfortada y no sentía vergüenza ni culpa, pude decirle que ya lo había perdonado y que podía sacarse ese peso de encima. Hemos seguido siendo amigos desde entonces.
Esta experiencia me enseñó mucho; no solo acerca del perdón, sino también de seguir mi intuición de hacer lo que es correcto. He aprendido que este tipo de intuición es realmente sentir la dirección de Dios, y que es importante permitir que Él guíe mis acciones y decisiones. Sé que cuando escucho a Dios, siempre soy guiada por el camino correcto.
