Cuando me senté por primera vez en el Edificio Original de La Iglesia Madre, me sentí profundamente conmovido. Entre los inspirados recordatorios que tiene ese edificio del eterno mensaje del cristianismo y de la Ciencia Cristiana, lo que me impactó aquel día en particular, hace años, fue este pasaje de la Biblia, grabado en la pared detrás del púlpito de los Lectores: “¿Qué Dios es grande como nuestro Dios?” (Salmos 77:13).
En aquel momento sentí tal reverencia, admiración y gratitud por Dios, que me embargó una gran inspiración y humildad. Al pensar en ello, lo describiría como una percepción de la totalidad de Dios, de que no existe otra Mente, y que esta Mente delinea, dirige y gobierna la creación; que Dios es el Amor divino e infinito, que se hace cargo de toda necesidad que tengamos; y que no hay nada que se oponga al poder afectuoso de Dios. Fue una percepción de la grandeza de Dios mucho más completa de la que había tenido antes, y jamás la olvidé.
La grandeza de Dios no es algo teórico. Tampoco es algo que hay que temer, o reverenciar desde lejos. El Dios a quien Cristo Jesús llamó “nuestro Padre” es un Dios muy real, amoroso y accesible, que nos sostiene, nos apoya y nos sana, un Dios que podemos entender, amar, obedecer y contar con Él. El poder sanador y la disponibilidad de Dios han sido demostrados en las curaciones de enfermedades, dolencias, lesiones y dolores que muchos de nosotros hemos tenido en la Ciencia Cristiana al apoyarnos en Dios para sanar.
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