A lo largo de mi vida, siempre he valorado las relaciones con los demás y me he esforzado mucho para que funcionen. Así que me sorprendí mucho cuando mi novio, que estaba comenzando la universidad, decidió que lo mejor sería separarnos. Estaba tan enojada que me aseguré de que supiera cómo me sentía: rechazada y sin amor. Pronto, estos sentimientos de animosidad hacia él comenzaron a manifestarse en mis otras relaciones. Descubrí que estaba apartando a mis seres queridos porque sentía que no merecía su amor y cuidado.
Una noche, llegué a casa de la escuela llorando. Al principio, mi mamá trató de consolarme, pero estaba tan frustrada que una vez más la aparté y me retiré a mi habitación. Mientras estaba tumbada en la cama, lo único en lo que podía pensar era en cuánto odiaba a mi ex-novio por no querer estar conmigo. Seguí pensando, “¿Cómo puedo ser feliz sin él?”. Y, “¿Qué he hecho para merecer esto?”. Me culpaba por la separación, convencida de que había hecho algo mal, y que esa era la verdadera razón por la que él había terminado conmigo.
Sin embargo, mientras estaba allí acostada, me di cuenta de que no iba a llegar a ninguna parte sintiendo lástima de mí misma, así que recurrí a Dios como he aprendido a hacerlo en los momentos difíciles. Me vino la idea de tomar mi ejemplar de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy. Cuando lo hice, el libro se abrió en la página 57, donde dice: “Las ráfagas invernales de la tierra pueden desarraigar las flores del afecto, y dispersarlas a los vientos; pero esta ruptura de lazos carnales sirve para unir más estrechamente el pensamiento con Dios, porque el Amor apoya el corazón que lucha hasta que cesa de suspirar por el mundo y empieza a desplegar sus alas hacia el cielo”.
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