Una de mis amigas se graduó hace unas semanas del bachillerato. Otra acaba de terminar el décimo grado. Las dos me dijeron recientemente que, si bien no veían el momento de que llegara el verano y todo lo que eso entraña, la vida de pronto parecía estar llena de incógnitas. Trabajos de verano y actividades en lugares nuevos con gente nueva. Y en el otoño, tendrían clases nuevas, una escuela nueva y, en el caso de una de mis amigas, una vida totalmente nueva.
Yo comprendía cómo se sentían. Unos años atrás, yo había estado planeando un viaje a una zona que no conocía de los Estados Unidos, donde me encontraría con mucha gente nueva. Aunque había estado en situaciones como esa antes, en esta oportunidad, no lograba librarme de la preocupación por todo lo desconocido. ¿Encontraría mi camino? ¿Acaso conocería gente que me caería bien, y que yo les caería bien? Y en general, ¿estaría todo bien?
Me parecía natural orar por lo que me preocupaba, porque algo que había visto una y otra vez en mi práctica de la Ciencia Cristiana, es que podemos sentirnos seguros, felices y tranquilos, aun antes de ver el resultado de una situación. Esto no se debe a que la Ciencia Cristiana es una especie de pensamiento positivo en el que te convences a ti mismo de tener pensamientos buenos, mientras tus preocupaciones continúan efervescentes debajo de la superficie. En el pasado he comprobado que cuando oro al sentir miedo o temor, lo que ocurre es que escucho que Dios me consuela, me reconforta en cierta forma —con pensamientos sanadores siempre específicos para la situación de que se trate— porque Él es totalmente bueno, entonces todo acerca de Su creación debe ser totalmente bueno. Así que no tengo nada que temer. Luego siento de manera profunda, perdurable, que todo va a estar bien, aunque no sepa exactamente cómo va a resolverse todo.
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