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Para jóvenes

Lo único que quedó fue el Amor

De El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Publicado en línea - 13 de junio de 2022


Durante mi último año en un campamento de verano para Científicos Cristianos, estoy bastante segura de que me podrían haber votado como la “Menos probable que siga siendo Científica Cristiana”.

¡Cómo habían cambiado las cosas! Cuando tenía doce años, me afilié a La Iglesia Madre, La Primera Iglesia de Cristo, Científico, en Boston. A los trece años, se me consideraba lo suficientemente confiable en mi comprensión de la Ciencia Cristiana como para ser maestra sustituta de los estudiantes más pequeños de la Escuela Dominical. Amaba la verdad espiritual y me dedicaba a ella. 

Cuatro años más tarde, estaba cuestionando todo lo que una vez había apreciado. La Biblia se había convertido en un libro lleno de contradicciones y dichos dudosos. Los escritos de Mary Baker Eddy me dejaban con más preguntas que respuestas, y las explicaciones de mi maestro de la Escuela Dominical no parecían ayudar.

Mi educación académica me enseñó a razonar a partir de lo que es tangible. Así que cuanto más consciente me volvía de la historia y de los acontecimientos en el mundo, más difícil se volvía creer en un Dios supremo y amoroso. Mis propias curaciones y pequeñas experiencias del Amor divino palidecieron ante tanta miseria humana global. ¿Por qué debía ser liberada de la “otitis del nadador” mediante la oración cuando niños en otra parte del mundo estaban empobrecidos o viviendo en la contienda de la guerra? ¿Qué clase de Dios estaba a cargo?

En ese momento estaba bastante segura de que no era tan tonta como la gente de la iglesia o el campamento como para creer en eso. Cuando llegué a la universidad ese otoño, visité una vez la filial local de la Iglesia de Cristo, Científico, y, al encontrar que asistía poca gente y olía a humedad, dejé de asistir por completo.

No obstante, a medida que pasaba el tiempo, mi deseo de encontrar un sentido más profundo de propósito y dar sentido a esas curaciones infantiles se hizo más fuerte. Estudié filosofía, practiqué meditación e investigué otras religiones, pero todo esto no llegó a ser una verdad que lo abarcara todo. En el camino tuve que lidiar con muchas enfermedades, y ni la medicina alternativa ni la convencional me ayudaron.

No obstante, en medio de una enfermedad que me había dejado postrada en cama, anhelé comprender. Con nada más que tiempo en mis manos, nuevamente comparé las teorías religiosas y pensé en la física y los argumentos del ateísmo. Pero nada parecía del todo completo o correcto.

Una noche me encontré pensando mentalmente en todo lo que creía saber y desechando todo lo que había aceptado basado en las opiniones o teorías de los demás. Dejé de lado cualquier cosa de la que no logré encontrar una experiencia que la probara en mi propia vida. Rechacé el aprendizaje escolar, la interpretación artística, la opinión literaria y todo lo que había visto refutado —aunque fuera levemente— preguntándome si al final quedaría algo. 

Resultó que sí. Era el Amor divino. El Amor que había estado allí a pesar de las circunstancias adversas e independientemente de mi dignidad. Tenía la sensación de que el cuidado que se me había brindado trascendía las condiciones materiales. Este sentido del Amor era claramente divino, no de mi propia creación o imaginación. Me trajo una paz profunda, y poco después, la curación.

La experiencia fue familiar y me hizo sentir nuevamente como una niña: de la mejor manera. Al volver a mi antiguo ejemplar de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, encontré explicaciones que ahora tenían sentido. También encontré una demanda espiritual que necesitaba atención. Había que tomar una decisión: vivir conforme a esta nueva/antigua revelación de la realidad espiritual o continuar como si no hubiera pasado nada. El camino a seguir estaba claro para mí ahora. Las curaciones y demostraciones de la bondad de Dios en mi vida no habían sido incidentes de intervención divina o algo que personalmente merecía, sino una vislumbre de un bien espiritual mucho más grande: el amor omnipresente de Dios. 

Después de ese momento decisivo, las cosas se volvieron mucho más simples, aunque no siempre fáciles. Pero como dice este himno del Himnario de la Ciencia Cristiana: 

De la materia al Alma es mi sendero, 
de inquieta sombra a dulce claridad;
y es tal la realidad que yo contemplo 
que canto: “¡He hallado la Verdad!” 
(Violet Hay, N° 64, © CSBD) 

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