Parecía que todo se estaba desmoronando. Nuestra casa se había quemado y todo el piso superior había sido destruido. Mi papá había perdido su trabajo y quería divorciarse de mi mamá. Yo necesitaba ropa nueva, pero no tenía dinero. No sabía qué hacer, pero una noche hablando por teléfono con mi mamá, su voz firme pero reconfortante me ayudó a entender que debía quedarme en la universidad y no volver a casa. De alguna manera, pude escuchar las palabras amorosas de mi mamá y confiar, en pequeña medida, en que Dios nos estaba cuidando a todos.
Pero todo parecía un desastre. Estaba a cientos de kilómetros de distancia, sin nadie a quien recurrir y sin forma de apoyar a mi familia. Me sentía impotente e inútil.
¿Qué debía hacer? Había aprendido en la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, y a través de muchas experiencias mientras crecía, que Dios cuida de nosotros porque nos ama, porque Él es el Amor mismo. El Amor llena todo el espacio, y podemos confiar en él sin importar qué estemos enfrentando. Había leído esta idea en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, por Mary Baker Eddy, y ahora me consoló: “El Amor divino siempre ha respondido y siempre responderá a toda necesidad humana” (pág. 494). Me di cuenta de que aunque no entendiera cómo sucedería, Dios, el Amor divino, satisfaría mis necesidades y las de mi familia. Este era un hecho con el que podía contar, y me trajo paz.
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