Hace varios meses, tuve que hacer un mandado a una distancia de unos 5 km de ida y vuelta.
“Perfecto”, pensé. “¡Voy y vengo caminando!” A menudo me sucede que, cada vez que salgo a caminar con un propósito en especial o simplemente porque lo disfruto, me invade una gran gratitud a Dios. La magnitud del gozo y la libertad que siento al caminar no tienen comparación con nada que haya sentido antes. En el pasado no había sido así, sino todo lo contrario.
Desde la primera infancia, padecí de lo que la medicina había diagnosticado como enfermedad respiratoria muy grave y crónica. Mi actividad física estaba seriamente restringida, pues cada esfuerzo me impedía respirar con normalidad, así como el exponerme al calor y al frío. Tenía que pasar gran parte de mi tiempo adentro, incapaz de salir a nuestro jardín o asistir a la escuela con regularidad.
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