Nací en Cuba, donde cuando era muy pequeña los médicos me diagnosticaron graves deficiencias neurológicas. Se esperaba que viviera solamente unos 15 años. Por lo tanto, mis padres tenían pocas esperanzas de prepararme un camino de estudios que pudiera seguir con éxito. A pesar de que ellos se separaron más tarde, yo estaba feliz y bien cuidada.
Cuando me mudé a Nicaragua con mi madre, ella me inscribió en una escuela donde aprendería inglés. Tenía diez años en ese momento. Allí conocimos a una señora que era Científica Cristiana. Rápidamente se convirtió en nuestra amiga y nos invitó a asistir a los servicios dominicales de la iglesia y a las reuniones de testimonios de los miércoles, que dirigían los miembros del grupo de la Ciencia Cristiana en la ciudad de Managua, donde vivíamos.
Mi madre y yo íbamos a los servicios y reuniones regularmente, y, con el correr del tiempo, comencé a aprender más sobre esta Ciencia, que yo sentía era algo nuevo y que se puede aplicar a cualquier situación en la vida. Al principio, yo era la única menor que asistía, y como no había Escuela Dominical, iba a los servicios y reuniones con los adultos. Me familiaricé con el orden de los servicios, el Padre Nuestro y algunos de los himnos del Himnario de la Ciencia Cristiana. Pero lo que me inspiraba profundamente eran las palabras de la declaración científica del ser.
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