Era la temporada de finales. Mi profesor de posgrado nos había dado cinco preguntas que podíamos usar para prepararnos, explicando que se nos pediría que escribiéramos sobre dos de ellas durante el examen. Pero había un problema: Ninguna de las preguntas parecía estar relacionada con el material que había leído o las charlas que habíamos tenido en clase. ¡Parecía que las preguntas pertenecían a otra clase por completo! Me sentí estancada e indefensa.
No obstante, una cosa que sí tenía era lo que había estado aprendiendo en la Ciencia Cristiana, así que fue ahí a donde me dirigí. Una de las más grandes enseñanzas de la Escuela Dominical habían sido los sinónimos de Dios que Mary Baker Eddy identifica en su libro Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras.
Uno de estos nombres para Dios es Mente, y durante mis años universitarios me había acostumbrado a reconocer que Dios es la Mente —la única Mente, la Mente omnipresente— y que yo reflejo a la Mente. Esto significaba que no podía estar separada de las ideas que la Mente incluye; la Mente siempre me estaba dando las ideas que necesitaba.
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