Su nombre era Lily. Habíamos sido compañeras en mi primer empleo y habíamos trabajado juntas todos los fines de semana. Lily siempre era muy servicial, y hacía lo imposible para asegurarse de que nuestros clientes estuvieran bien atendidos. Era una persona maravillosa con la que hablar y una amiga maravillosa.
Al acercarse el verano de mi tercer año del bachillerato, tuve la increíble oportunidad de asistir a una escuela para Científicos Cristianos en Colorado. Era una experiencia que no podía dejar pasar, y decidí ir. Pero mientras estaba allí, recibí una llamada avisándome que Lily había fallecido repentinamente. Hacía mucho tiempo que yo no estaba en casa y que no la veía, así que la noticia fue un golpe muy fuerte para mí.
Me sentí perdida y luché con el dolor de su ausencia. Sentí que no solo era el final de su vida, sino que también era el permanente final de un capítulo de la mía. Me vi obligada a enfrentar la realidad de que si alguna vez decidía regresar a la vida que había dejado atrás en casa, ella no estaría allí para darme la bienvenida. Además de eso, ni siquiera pude asistir en persona a su funeral.
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