Cuando era niña, asistí a una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana donde aprendí que Dios es una fuente de ayuda confiable, pero nunca supuse que los himnos que cantábamos serían oraciones cuando los necesitara. Me di cuenta de esto cuando mi padre me inscribió para tomar clases de vuelo el verano en que cumplí dieciséis años. Quería que aprendiera a aterrizar su pequeño avión monomotor en caso de cualquier emergencia mientras volaba con él.
Después de unas horas de lecciones, el instructor decidió que estaba lista para volar en solitario; lo que significaba que despegaría sola, volaría alrededor del trayecto que había aprendido y luego me alinearía para aterrizar en la misma pista de la que había despegado. Estaba segura de que podía hacerlo hasta que estuve en el aire y, de repente, me di cuenta de que tenía que aterrizar el avión yo misma.
En el momento en que entré en pánico, estas líneas de un himno de Mary Baker Eddy me vinieron al pensamiento: “¡Amor, que al ave Su cuidado da, / conserva de mi niño el progresar” (Himnario de la Ciencia Cristiana, N° 207). Estas palabras me ayudaron a sentir que la presencia de Dios —el Amor divino— estaba conmigo; y el momento de pánico pasó. Ni siquiera necesité decirme a mí misma que orara. Pude hacer un aterrizaje perfecto, y poco después completé otros dos aterrizajes obligatorios.
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