En el siglo XIX, estaba muy de moda buscar la sabiduría de los difuntos. La gente acudía a un médium para tener una sesión de espiritismo, en la que se creía que el espíritu de alguien que había fallecido podía ser llamado para comunicarse con ellos y ofrecer consejos.
Este no era un fenómeno nuevo. Hay una serie de referencias en la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, a esta práctica. El capítulo veintiocho de Primera de Samuel relata la historia del rey Saúl de Israel cuando consulta a una mujer en Endor que tenía un “espíritu conocido”, y le pide que llame al difunto profeta Samuel para pedirle consejo. El hecho de apartarse de Dios y pedirle ayuda a un médium no resultó bien para Saúl, e Israel sufrió. Por el contrario, San Pablo, mediante la autoridad de Cristo Jesús, sanó a una joven considerada adivina de su “espíritu de adivinación” (véase Hechos 16:16-18).
El espiritismo y la adivinación pueden parecer tonterías supersticiosas inofensivas en esta era de ciencia y lógica. Los anuncios de quienes leen las manos y los pronósticos del horóscopo quizá parezcan ofrecer una divertida frivolidad, pero incursionar en lo oculto nos atraparía insidiosamente para hacernos creer que sus afirmaciones influyen en nuestras vidas e incluso afectan nuestra salud.
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