En abril de 2011, comencé a experimentar un dolor terrible cada vez que me movía. Pronto ya era imposible ponerme de pie desde una posición en cuclillas sin ayuda, y también me resultaba difícil sentarme durante períodos prolongados. Me liberaba de la incomodidad solo cuando permanecía inmóvil. (Más tarde me dirían que los tejidos conectivos de mis tendones estaban dañados.) Ya no podía ir a trabajar y, debido a las dificultades, mi hijo me instó a ver a un médico.
Este fue el comienzo de una infructuosa odisea a través de varias opciones médicas y de atención médica alternativa, de las cuales solo una me dio un alivio temporal. Pero yo buscaba una curación permanente y no quería que me vincularan con ningún diagnóstico médico. Todavía no era Científica Cristiana, pero ya me resistía de manera innata a la legitimidad de la enfermedad, evitaba hablar del problema con los demás y me aferraba a la idea de que Jesús sanaba a las personas sin usar medicinas.
Aún no me daba cuenta de que era el Cristo, la verdadera idea de Dios, quien me hablaba, pero este era el comienzo de un viaje maravilloso. A menudo oraba con el Salmo veintitrés de la Biblia, y no eran solo palabras para mí. Sentía que el Amor divino estaba a mi lado mientras caminaba “por el valle” (versículo 4).
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