“¿Quién eres tú para hablarme así? ¿Quién te da la autoridad para dictar mi estado de salud? Si no eres Dios, entonces no te escucharé. Me niego a creer tus mentiras, y sé que no tienes influencia ni poder sobre mí”.
Así es como oré con firmeza una mañana cuando encontré un bulto en mi cuerpo. Mi oración fue inspirada por el relato bíblico donde Poncio Pilato le dijo a Cristo Jesús, con toda la certeza de su poder y el orgullo de su rango: “¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte, y que tengo autoridad para soltarte?” Y Jesús respondió: “Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuese dada de arriba” (Juan 19:10, 11).
Acababa de leer esta historia esa mañana en la Lección Bíblica semanal del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana, que es una fuente diaria de inspiración y fortaleza mental para mí. Me dejó más claro que nunca que el hombre —la imagen espiritual, activa y perfecta de Dios, la Verdad— no puede deteriorarse ni sufrir. Yo era entonces, y siempre soy, una idea divina.
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