Una noche, mientras cenaba, sentí cierta sensibilidad en un diente. Mi suposición, basada en la experiencia, era que había algo mal que necesitaba la atención de un dentista.
De repente sentí que el poder de la Ciencia Cristiana me inundaba como un tsunami espiritual, e hizo un cortocircuito en ese pensamiento materialista. Contemplé las tres décadas que había estudiado y practicado la Ciencia Cristiana, incluida la consagrada oración que había hecho durante el último mes sobre una difícil situación internacional mencionada en las noticias. Me pareció particularmente poderosa una idea de Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, que aparece en un párrafo junto al encabezado marginal “Un solo estándar”. Mary Baker Eddy escribe: “Dios no podría nunca impartir un elemento del mal, y el hombre no posee nada que él no haya derivado de Dios” (pág. 539).
En ese momento me di cuenta de que la comprensión metafísica que había estado aplicando a un problema más amplio también podía dirigirse a protestar por la sensación en mi boca. La Ciencia Cristiana enseña que la curación no se produce aceptando que los males físicos son reales y tratando luego de que la materia enferma esté bien. En cambio, declaramos y reclamamos nuestra verdadera identidad como 100 por ciento espiritual —hecha a imagen y semejanza de Dios, el Espíritu— y 100 por ciento bien aquí y ahora.
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